Hasta ahora el necesario debate sobre la futura relación entre Cataluña y España se ha reducido a un solo tema, la autodeterminación para la independencia, con el predominio absoluto de una voz, la que llama a su puesta en práctica, desde instituciones y multitud de voceros de distinto signo. Incluso quienes opinan desde fuera de Cataluña tienden a adoptar una actitud reverencial, dando por bueno que la sociedad catalana es independentista y que el procedimiento adoptado por sus gestores políticos, Mas y ERC, encaja perfectamente con las normas de la democracia. Los catalanes dispuestos a mantener la integración en el Estado español, hasta hace poco mayoritarios y, aun hoy, privados de voz en el espacio público, sobre un 40%, no cuentan, y tampoco lo que para ellos y para la propia nación catalana supondría la puesta en práctica de la versión esencialista de la catalanidad, cuyos rasgos excluyentes quedan claros en la propaganda oficial. El tema de los costes de la separación es resuelto como en un cuento de hadas: mínimo para todos si hay “divorcio” acordado y costoso para España si hay resistencia, según la admonición publicada en estas páginas por un profesor catalán, quien además, aunque esto no se indicaba en el artículo, estaba al frente de un colectivo independentista.

En la cascada de declaraciones y artículos publicados, sobran ejercicios de propaganda, basados en técnicas de marketing político, sin que el expositor abrigue la menor duda de cuanto escribe, y faltan casi siempre enfoques que atiendan a las diferentes opciones que se abren ante los ciudadanos españoles, y los todavía catalano-españoles. España no es el Imperio Austrohúngaro, ni la URSS, ni Yugoslavia, pero al mismo tiempo la demanda independentista no puede ser resuelta con un rechazo apoyado únicamente en la Constitución. No está de moda entre nosotros La política de la claridad, del quebequés Stéphane Dion. Y no es el catalanismo quien únicamente se sirve de las cortinas de humo. En buena medida, al margen de Rajoy y su Gobierno, impasibles, incluso quienes pretenden soluciones alternativas al dilema “independencia o autonomía”, rehúyen las explicaciones. Es lo que afecta a la versión federal propugnada por el uno-en-dos partido socialista. La reunión de Granada sentó las bases para una oferta política sugestiva, hasta ahora sin desarrollar. Así se mantiene la “discrepancia pactada” PSOEPSC que puede llevar a la total impotencia de ambos.

Parece llegada la hora de dar un paso más y aclarar aquellas cuestiones que puedan hacer del federalismo un auténtico proyecto de cambio, y no solo un obstáculo que oponer a la ofensiva independentista. En ese sentido, puestos a jugar a arbitristas, cabe esbozar un decálogo de cuestiones, susceptibles de acuerdos previos entre los grandes partidos estatales y los nacionalistas de Cataluña y de Euskadi, que sirvieran de base a la soñada y difícil federalización. Y que también legalizara un eventual ejercicio de la autodeterminación.

La primera sería establecer un acuerdo según el cual la defensa de las distintas opciones se hiciera por los partidos políticos y no por las instituciones de gobierno estatales o autonómicas. Carece de sentido democrático que uno de los jugadores siga actuando con su propia baraja. Segundo, la reforma constitucional tendría por único objeto la federalización del Estado, marginando cuestiones secundarias que pudieran entorpecer el proceso. De acuerdo con la propuesta socialista, las comunidades pasarían a ser Estados miembros con sus propias Constituciones. Tercero, de entrada es preciso rechazar la salida confederal, ante la prueba histórica de su total ineficacia: no es posible poner al mismo nivel dos centros de decisión sin que surjan antes o después conflictos irresolubles. Ello requiere un bicameralismo efectivo donde el Senado, como Cámara de representación territorial, sirviera para debatir y resolver los conflictos entre los Estados miembros de la Federación, así como para regular su participación en las relaciones internacionales. Cuarto, para evitar el actual solapamiento a todos los niveles entre Administración central y autonómica, definición clara de las competencias del Estado central: política exterior, ejército (vinculado a la defensa exterior), moneda, política fiscal en cuanto garantía de la proporcionalidad y progresividad, leyes marco donde se fijen los criterios generales de las políticas de justicia y de educación cuya competencia corresponde a los Estados miembros. El Estado central garantizaría el respeto de los derechos fundamentales del conjunto de los ciudadanos.

Quinto, redefinición del sistema de financiación, partiendo de un análisis riguroso, hoy del todo factible, de la situación actual. Mantenimiento de la situación histórica de Navarra y Euskadi, estableciendo, eso sí, un sistema de cálculo del cupo ajustado a la realidad económica. Reforma atendiendo a la nueva concepción del Estado, reemplazando el sistema actual de predominio de recaudación estatal y ejecución autonómica, por la constitución de los Estados en sujetos de sus sistemas fiscales, en cuanto a recaudación y gestión, una vez definido el ámbito de los recursos necesarios para el Estado central, para la Administración y definición de la política económica general.

Sexto, en este contexto la solidaridad interterritorial habría de ser revisada y establecida en su caso por acuerdo de todos los Estados. No puede seguir respondiendo a la situación de 1977. Sentado esto, el llamado criterio de ordinalidad carecería de importancia. Séptimo, los Estados miembros serían responsables de sus respectivos sistemas judiciales, en cuanto a su organización y funcionamiento, correspondiendo únicamente a un Tribunal Federal resolver los conflictos entre Estados y fijar la unidad de doctrina en materia de derechos fundamentales y libertades públicas. Octavo, responsabilidad de los Estados en cuanto a la determinación de las políticas lingüísticas y educativas, sin otro límite que la necesaria ausencia de discriminaciones de naturaleza social y económica. Noveno, participación de los Estados en aquellos aspectos de la política exterior que pudieran concernirles de modo directo.

Décimo, el cascabel del gato. Sería preciso que la reforma fuese votada en Cortes, y para ser efectiva recibiera el voto mayoritario de los representantes de las nacionalidades históricas —no solo de los partidos nacionalistas—, de modo que no resultase inútil todo el procedimiento cuando en un referéndum posterior de confirmación pudieran dar un no acorde con el previamente emitido por sus partidos nacionalistas, incluso sirviéndose de la abstención. Exigencia de lealtad. En una palabra, se trata de evitar la repetición de la trampa Arzalluz en 1978: ir hasta el final con la Constitución, conseguir así máximas ventajas (artículo 150.2) y al final pasar a la abstención para deslegitimar la nueva norma en Euskadi. De lograrse la aprobación en las condiciones citadas, y en el referéndum posterior prevaleciese el voto negativo en una comunidad, quedaría abierto el camino para su autodeterminación. Puros sueños de arbitrista, como verá el lector.

“El País”, 28 d’octubre.