En las luchas políticas es habitual que los contendientes se muestren muy seguros de sus respectivas fortalezas, pero harían mejor no perdiendo la conciencia de su propia debilidad. Resulta cada vez más evidente que el independentismo, seguramente porque ha logrado en poco tiempo una movilización social impresionante, está a punto de desconectar de la realidad económica, fiándolo todo al voluntarismo y a una especie de falso pensamiento positivo.

Por un lado, muchos creen que, «si lo deseamos tantos catalanes, España al final se rendirá». Lo dijo de esta forma tan inocente una niña en el polémico programa infantil de TV-3 sobre la Diada. La frase resume bien la peligrosa dosis de ilusionismo que predomina también entre los mayores. En realidad, le piden a España que se haga el harakiri en medio de la crisis más importante de los últimos setenta años. Se lo dicen, eso sí, con una sonrisa llena de reproches. Por otro, hacen oídos sordos a la cruda realidad de las relaciones internacionales y de los tratados. En las clarísimas advertencias europeas de esta semana, no hay nada nuevo. Si ahora desde la Comisión y el Parlamento Europeo redoblan los avisos es ante el peligrosísimo autismo que muestran los dirigentes independentistas. Que Artur Mas y los HomsTurull o Rull nos digan que eso no ocurrirá porque Europa no puede prescindir de nosotros, refleja una inmadurez política muy grave al mismo tiempo que cómica. Significa que la caricatura del filósofo Francesc Pujols ha echado sólidas raíces. Aquel autor que decía que llegaría un día en que los catalanes cuando fuéramos por el mundo, solo por el hecho de ser catalanes, lo tendríamos todo pagado. Algunos creen que ese día ya ha llegado, pero resulta que el mundo no se ha enterado.
Tampoco la otra parte brilla por su inteligencia. En el Gobierno español predomina el desconcierto y la inquietud ante un problema que no sabe cómo afrontar. Solo ahora se ha dado cuenta de lo extremadamente débil que es su posición en Catalunya y lo extraordinariamente fuerte que es el deseo de cambio. La ilusión secesionista, en el cruce entre la utopía bienintencionada para cambiarlo todo, el populismo socioeconómico ante la crisis y la agitación sentimental e historicista del nacionalismo, deja poco espacio para otros proyectos como el federal, que siempre ha sido visto aquí con agrado y cada vez más ahora en el resto de España.
Si hubiera conciencia de debilidad en ambas partes, un desarrollo federalista podría ser la solución, como ya lo es en tantas otras partes del mundo. Nunca debería ser tarde antes de estrellarnos. Curiosamente, el ministro Cristóbal Montoro ha dicho, imagino que hablando de economía, que «España volverá a sorprender al mundo». ¡Ojalá! Porque por este camino no sé dónde iremos a parar, pero cada vez falta menos.

“El Periódico”, 20 de setembre