Siempre he pensado que las sociedades, como las personas, son susceptibles de sufrir enfermedades que siguen un curso similar a cualquier patología humana. Empiezan por un pequeño síntoma apenas perceptible, como fiebre o dolor de garganta y pueden acabar con serias y trágicas consecuencias, incluso la muerte. En la sociedad es un poco lo mismo, comienza una tendencia hacia una determinado aspecto y acaba engullendo a una parte de la población que acaba aceptando una realidad extrema, irreal y lesiva, que la puede llegar a destruir.
El ejemplo de la Alemania nazi es evidente pero nos resulta lejano y demasiado extremo, parece que no se pueda comparar con nada cercano. Pero si que está sucediendo continuamente en todo el mundo. Yo, la primera vez que lo pensé a nivel actual, fue a raíz de mi relación con los países del norte de Europa. Viví unos años en el Reino Unido y la familia de mi mujer vive en Escocia. Después de muchos años de visitar el país me convencí de que la sociedad británica sufre una enfermedad social que se llama alcohol. No hay ninguna actividad social que no pase por el hecho de beber. Todas las conversaciones giran en torno a terminar haciendo una copa. Si miráis las páginas de Facebook de jóvenes británicos casi todas las fotos aparecen con una copa en la mano y haciendo bromas sobre el hecho de hacerlo. La frase más típica después de una noche de recreo es: «Qué noche más fantástica, no me acuerdo de nada.» Yo siempre he pensado, pues qué lástima no recordar lo que fue tan increíble.
Aquí en Cataluña ya sabe cuál es la enfermedad social que padece una parte de la población: El proceso. No el hecho de que algunas personas piensen que estarían mejor en una Cataluña independiente, el cual es muy respetable como idea y como proyecto, no, el proceso es otra cosa; Ha sido un continuo intoxicar la opinión pública con falsedades y mentiras escondiendo intereses espurios. El virus debe ser lento, penetrante, obsesivo, pero no visible a simple vista. El virus en este caso fue el odio. Un odio imperceptible que comenzó con pequeñas consignas repetidas hasta la extenuación. «España nos roba», «Son muy malos», «Nos odian» una cantinela continúa a todos los medios cercanos, los pequeños círculos de amigos, en el trabajo. Se fue creando una emoción vírica, que se hacía grande, potente, en los rituales de las grandes concentraciones del once de septiembre. Lo impregnaba todo en los círculos donde estaba establecido con tanta fuerza que el único antídoto posible, el razonamiento lógico, era inoperante.
No importa los razonamientos que presentemos porque al fin, nos dirán, todo es cuestión de opinión. Tú tienes la tuya y yo la mía. Que Cervantes, Santa Teresa, Colón, Leonardo Da Vinci eran catalanes, pues es una opinión tan plausible como la tuya que sólo está sustentada con hechos contrastados por historiadores serios a través de los siglos. No faltarán historiadores propios capaces de inventarse cualquier hecho imaginario que confirme su teoría porque está basada en que son tan malos que lo único que les ha importado a través de la historia es hacer la puñeta a los catalanes.
Otra de las variantes de penetración del virus en las personas es el de la identidad. Somos un solo pueblo, somos diferentes, lo haremos juntos. Son los mantras que han ido inoculando en este tejido social un carácter de supremacismo extremo, hasta llegar incluso a hablar de raza catalana. ¿De verdad alguien puede hablar seriamente en el mundo moderno en Europa de raza, de identidad única, de pueblo? Sólo los partidos populistas xenófobos de extrema derecha lo hacen. Pero todo esta gente se lo ha creído. Lo viven como una realidad única. ¿No salen a la calle? ¿No ven que la sociedad catalana es diversa, plural con multitud de identidades superpuestas que han convivido en paz durante siglos? No ven que el castellano ha sido una lengua que ha sido asimilada en Cataluña desde siempre? Lo saben perfectamente exceptuando aquel pequeño porcentaje de visionarios, que han vivido en una burbuja, donde sólo el catalán existía.
Y por último el más perverso y nocivo es el del victimismo. Pero éste en un virus inducido, de laboratorio. Durante años, grupos de expertos han creado este virus mortífero, letal y, a pequeñas dosis, la han ido esparciendo partes. Primero se debe crear un enemigo terrible, maléfico: estado español que, durante siglos, ha creado un plan malévolo para destruir la nación catalana, la más antigua de l’historia. La Biblia habla del pueblo judío, pero no, eran los catalanes los que huyeron de Egipto para crear la tierra prometida: Cataluña. En otros tiempos los enemigos habían sido los judíos, los masones, el capitalismo. pero esto es «pecata minuta»; Castilla primero y después el Estado Español son el enemigo omnipotente, una especie de Moby Dick al que tenemos que destruir para ser libres. El procedimiento a seguir es de libro, ya lo explicó claramente Lenin: La dinámica de acción-reacción. Se crea una situación de provocación al Estado. Este no tiene más remedio que reaccionar con violencia. El pueblo reacciona sublevándose. El Estado vuelve a atacar hasta que la situación es insostenible y triunfa la revolución. La revolución de los ricos en este caso. Esto se ve claramente en la serie de eventos del proceso: 1 de Octubre. Declaración de independencia. Gente en prisión. Tsunami democrático. Lo tenían que hacer. Todos los líderes contra un sistema opresivo han pasado por la cárcel donde han creado su relato: Gandhi, Luther Martin King, Mandela. Ellos estaban convencidos de que, ante gente en prisión, nadie dudaría. Son los pacientes asintomáticos, aquellas personas que, no siendo independentistas, con gente encarcelada claudicar al relato del proceso. Todos los países del mundo los seguirían: ¡Gente en la cárcel! Son malos, un estado fascista. No contaban en que todos los dirigentes de los países democráticos conocen España, muchos de ellos han estado aquí de vacaciones. Como creer que Cataluña es un país oprimido, si es uno de los lugares donde se vive mejor y en más libertad! Ahora el virus ya ha penetrado en el sistema nervioso de gran parte de la sociedad. Tiene difícil cura. Los síntomas son evidentes y el resultado final también: crear una sociedad dividida, fracturada, donde las diferencias serán cada vez mayores y los enfrentamientos cada vez más violentos. Una sociedad cerrada en sí misma, mas pobre material y moralmente. Una sociedad que ha ido perdiendo esa alegría de vivir, ese orgullo de la Barcelona moderna y abierta de los años noventa. El odio sólo crea rencor y frustración y finalmente autodestrucción, pero ellos, los dirigentes de la matraca, no desfallecen porque les va la supervivencia como clase dominante. Han ido demasiado lejos y no saben cómo parar.
Ahora nos encontramos con un virus de verdad. El coronavirus. Nadie sabe cómo ha aparecido, ni dónde nos puede llevar, pero algo es cierto; lo ha cambiado todo en unos pocos días. Nada volverá a ser como antes. Quizás sea la ocasión de cambiar de paradigma del momento actual en Cataluña. ¿Quién quiere hablar de relator, de mesa redonda o cuadrada cuando se acerca una crisis a nivel mundial de efectos devastadores que nadie puede prever? Ahora es el momento de ir juntos de la mano con todo el planeta. Olvidar el concepto de nación, de país, de identidad y buscar soluciones juntos en un modelo federal de cooperación. Ya sé que no parece que de momento nuestros dirigentes locales estén por el trabajo. Continúan con sus cantos de odio y victimismo acusando el estado de todos los males. Pero ya les faltan razones creíbles, no tienen mas que gesticulación inútil y palabras vacías. Tienen miedo de que se les vea que no tenían proyecto, que todo era un bluf. Debemos ser optimistas. Creer que este hecho saldrán personas, con la mente abierta, que puedan dirigir el timón hacia aguas más claras y serenas.
Es en épocas de crisis profunda donde se ve la talla humana y moral de los dirigentes políticos. Esperamos que aparezcan voces sensatas que pongan las cosas en su sitio. Debemos echar a estos personajes mediocres y siniestros que, incluso en un momento así, no pueden dejar de lado su odio y su falta de visión de Estado. No podemos estar en manos de gente que no ve más allá de sus pequeños intereses y no son capaces de mirar por el bien de la sociedad en su conjunto.
Agustí Martí Estrada.
Altafulla (Tarragona)
Jubilado y escritor