EditorialGeneral

Ante todo esto no hay soberanías que valgan: la gobernanza de nuestras sociedades y la capacidad de hacer frente a eventuales situaciones críticas, como la que vivimos, requiere cooperación, integración, homogeneidad de criterios de actuación y, en definitiva, generosidad recíproca, por encima de fronteras y de diferencias sociales y económicas.

La grave situación planteada a escala mundial por la difusión del virus Covidien-19 está teniendo múltiples repercusiones en muchos ámbitos de nuestra vida colectiva (económicas, laborales, diplomáticas, psicológicas) y en la vida personal de millones de personas. Para una organización como Federalistes d’Esquerres hay, sobre todo, dos constataciones que se imponen.
La primera, como hemos dicho y repetido siempre que hemos podido, es que vivimos en un mundo único, profundamente interpenetrado, y en una interacción imparable y continuamente creciente. Ninguno de los fenómenos importantes de nuestro presente se detiene en las rayas fronterizas: enfermedades, migraciones, turismo, crisis económicas, nuevas tecnologías, religiones, redes de comunicación, corrientes ideológicas, incluso las modas, no se detienen en las fronteras nacionales . Ante todo esto no hay soberanías que valgan: la gobernanza de nuestras sociedades y la capacidad de hacer frente a eventuales situaciones críticas, como la que vivimos, requiere cooperación, integración, homogeneidad de criterios de actuación y, en definitiva, generosidad recíproca, por encima de fronteras y de diferencias sociales y económicas.

Ante las situaciones de emergencia, la única respuesta disponible y eficiente es la procedente de la autoridad política; para decirlo rápido, los poderes públicos, el Estado. La movilización de recursos, la capacidad de imponer restricciones a los desplazamientos, la intervención enérgica en mercados internos y externos o la implementación efectiva de normas requieren una combinación de autoridad, transparencia y capacidad efectiva de imponerse, que sólo tienen las autoridades políticas.

La segunda constatación es aún más clara, y más dura: ante las situaciones de emergencia, la única respuesta disponible y eficiente es la procedente de la autoridad política; para decirlo rápido, los poderes públicos, el Estado. La movilización de recursos, la capacidad de imponer restricciones a los desplazamientos, la intervención enérgica en mercados internos y externos o la implementación efectiva de normas requieren una combinación de autoridad, transparencia y capacidad efectiva de imponerse, que sólo tienen las autoridades políticas. Y aquí se acaba toda la retórica engañosa sobre el mercado y su capacidad regulatoria, e incluso, sobre una generosa y eficaz sociedad civil: la idea del final de la política, del retorno de la sociedad civil, de la superior racionalidad del mercado, se ha mostrado como una construcción ideológica útil para determinados intereses, pero contraria a los intereses ciudadanos y completamente inadecuada para hacer frente a los problemas.

La combinación de estas dos constataciones, sin embargo, puede tener salidas diversas. No se puede excluir una lectura autoritaria, que ponga el énfasis en un gobierno fuerte, una sociedad disciplinada, una censura implacable y una vigilancia minuciosa de las vidas privadas: nos puede parecer odiosa, pero es comprensible que los casos, de relativo éxito, de China o Corea del Sur puedan ser considerados como ejemplos a seguir.

Ante esto, hay que afirmar la vigencia, la urgencia, de adoptar un modelo alternativo, un modelo capaz de tener en cuenta la realidad global en la que vivimos y de gestionarla a partir de todo el patrimonio de derechos civiles, libertades políticas e instituciones democráticas que hemos creado laboriosamente. Y este no es otro que el federalismo. Un federalismo nuevo, de una dimensión mayor de lo que hemos conocido hasta ahora, que a partir del diálogo y la cooperación, sea capaz de promover las iniciativas necesarias para abordar los problemas globales que surgen.
La experiencia de estas semanas de crisis muestran que las actuales instituciones políticas no están a la altura de los retos. Y no tanto, o no sólo, por las características de las personas que las dirigen, sino también por su alcance demasiado limitado.
La Unión Europea en primer término. Hemos visto como la Comisión ha tenido que reconocer públicamente su impotencia, ante el cierre inicial de fronteras acordado por Alemania para la exportación de material sanitario en Francia o Italia, o ante la negativa de los países “del Norte” a la emisión de bonos de deuda pública de la UE que permitirían abordar las necesidades financieras de los países más damnificados. Del mismo modo, la crisis sanitaria ha cortado la discusión del proyecto de presupuestos de la Unión, pero ya era manifiesto que el presupuesto planteado era insuficiente para el normal funcionamiento del proyecto europeo.
En la política española, la concentración de poderes y competencias en manos del gobierno central (y en especial del ministro de Sanidad, el catalán Salvador Illa) era una buena noticia, que permitía pasar por encima del reparto de competencias, competencias que, en materia sanitaria, son todas en encargos de las Comunidades Autónomas. Pero eso no ha impedido que estas hayan vuelto a su tradicional papel de culpar de todos los problemas al gobierno central (aunque hasta el día 14 de marzo todas las competencias en materia sanitaria eran suyas), a la vez que miraban cada una para ella misma, compitiendo deslealmente en los mercados internacionales.

La acción de los responsables de la Generalidad de Cataluña requiere un comentario aparte. La actitud de sistemático desacuerdo y discrepancia pública del gobierno Torra con todas las actuaciones del gobierno central, y las reiteradas insinuaciones de sus portavoces y de algunos de sus científicos de cabecera sobre los malos comportamientos del gobierno Sánchez y, incluso, una supuesta animadversión hacia Cataluña, son difíciles de entender.

La acción de los responsables de la Generalidad de Cataluña requiere un comentario aparte. La actitud de sistemático desacuerdo y discrepancia pública del gobierno Torra con todas las actuaciones del gobierno central, y las reiteradas insinuaciones de sus portavoces y de algunos de sus científicos de cabecera sobre los malos comportamientos del gobierno Sánchez y, incluso, una supuesta animadversión hacia Cataluña, son difíciles de entender. Para algunos observadores, estaría renaciendo en algunos de los dirigentes independentistas la esperanza de una crisis global del sistema político español, que, ante la inoperancia de las autoridades y el elevadísimo coste humano de la enfermedad, entraría en una fase terminal, fase terminal que podría abrir caminos al proyecto de una Cataluña independiente.
Aunque los desesperados mensajes dirigidos por Torra a la Comisión Europea y los gobiernos de los Estados miembros, denunciando la negativa del gobierno central al confinamiento completo del territorio catalán, podrían dar verosimilitud a esa hipótesis, es más creíble mirar en otra dirección. Y esta no puede ser otra que el balance de la política sanitaria de la Generalidad de Cataluña en los últimos años. Volvemos a decirlo: hasta el 14 de marzo pasado, toda la política sanitaria de Cataluña, todas las decisiones técnicas y presupuestarias, las adoptaba la Generalidad. Y la década neo-convergente, la de los gobiernos Mas, Puigdemont Torra, se cierra con una panorámica bien conocida: una reducción brutal en términos de recursos financieros, de plantillas, de inversión, de equilibrio entre sector público y sector privado. Un solo dato: el gasto sanitario per cápita en Cataluña en 2009, último año de los gobiernos tripartitos y antes del gobierno Mas, era de 1.600 € al año; en 2015, había caído a poco más de 1.100. Y la tímida posterior no ha llegado, ni mucho menos, a igualar el punto de partida.
Una cuarta parte del gasto sanitario en Cataluña se destina al sector privado; en Madrid o Andalucía, donde la gente se queja de privatización, la magnitud equivalente es del 12%: la mitad. Entre tanto, el sector privado florece: el 30% de los catalanes están en alguna Mutua médica (a las que, por otra parte, se ha adjudicado la gestión de algunos hospitales de referencia).
Podríamos seguir, pero estos datos son las que hacen pensar en la gran miedo del nacionalismo catalán: si la situación sanitaria catalana es mala, si las plantillas son escasas y los equipamientos insuficientes, sólo hay un responsable: el gobierno de la Generalitat. Si las cosas fueran mal, si la pandemia se convierte en una catástrofe, todos los dedos apuntarán en una sola dirección.
Pero ahora no es la hora de las responsabilidades: es la hora del compromiso, del apoyo a los hombres y mujeres de nuestros hospitales y residencias; es la hora del cumplimiento de las reglas, del apoyo a las decisiones adoptadas por las autoridades sanitarias y del comportamiento responsable y solidario. Es la hora de los compromisos cívicos, del rigor, de la cooperación y de la disciplina. Es la hora de las virtudes federales.

Federalistes d’Esquerres.