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La votación es inconstitucional, las confrontaciones enconadas e intimidatorias. Pero no es demasiado tarde para ambas partes para empezar a hablar sensatamente sobre autonomía (editorial del diario británico The Observer, domingo 24 de septiembre de 2017. Traducción: María del Mar Fernández)

Los referéndums son el instrumento obtuso de la democracia, es decir que no siempre acaban como se esperaba. Gran Bretaña, examinando las consecuencias inesperadas del Brexit, lo está aprendiendo de la manera más difícil. Cataluña puede estar a punto de aprenderlo también.

El referéndum de independencia que el descentralizado gobierno catalán pretende celebrar el 1 de octubre puede ser interpretado como un clamor para liberarse del gobierno de Madrid de una nación ahogada y enjaulada dentro de España. Esto es mucho, demasiado simple.

Hay razones históricas por las que muchos catalanes quieren seguir su propio camino, razones arraigadas en los antiguos reinos de España, razones de los años de Franco cuando su idioma fue prohibido, así como supuestos agravios financieros y un deseo de tener aún más autonomía. También hay un hilo de emoción que, como en el Brexit, ve que la salvación es “tomar el control”.

Si todos estos elementos estuvieran fusionados en una sola fuerza política con mayoría parlamentaria como por ejemplo, el partido nacional escocés, habría un caso convincente para celebrar una votación de independencia, sin importar lo que Madrid y la ley española tuvieran que decir. Pero esta no es la realidad actual. El conglomerado de partidos muy diferentes, desde los conservadores burgueses a los republicanos de izquierda, a los anticapitalistas antieuropeos (con un toque de anarquía), representan únicamente una estrecha mayoría en la Generalitat de Cataluña. Tienen poco en común, excepto su compromiso por este referéndum. Son una coalición raquítica, al igual que la administración de Madrid es un gobierno con una minoría complicada. Hay fragilidad y cálculo político agitado en ambos lados.

La demanda de “Cataluña para los catalanes” tiene un tinte inevitablemente divisorio. Cataluña, con su pujante economía, ha atraído a personas procedentes del resto de España y  Europa  desde hace muchas décadas. Se hablan dos idiomas, no uno. Como explicó recientemente Josep Borrell, un catalán, socialista y ex presidente del Parlamento Europeo: “El 75% de las personas cuya lengua materna es el catalán apoyan el Sí y el 75% de las personas con otros idiomas como lengua materna están en contra de la independencia.”

Esta región, que aspira a ser un país, está profundamente dividida: por el idioma, por los orígenes de su población y, si se examina el mapa de resultados de las últimas elecciones de la Generalitat en 2015, entre campo y ciudad. Quienes hacían campaña por el Sí intentaron transformar esas elecciones en un burdo plebiscito, buscando más del 50% de los votos. Se quedaron cortos, aunque con el bono Trump de poder ganar sin una mayoría total de votos. Pero el fracaso no amortigua una reivindicación como esa.

El referéndum, francamente, es ilegal. El más alto tribunal del país lo ha declarado inconstitucional. Por lo tanto, la amenaza de los promotores de llevarlo a cabo a pesar de todo y declarar la independencia dos días después de un presunto triunfo en las urnas es profundamente peligrosa. Actualmente, no existe una forma legal de celebrar una votación como ésta, ni tampoco ninguna preparación legítima para su celebración. Sólo el 10% de los españoles apoya el referéndum. Tres cuartas partes de los partidos en las Cortes de Madrid lo rechazan. No hay evidencia en las propias leyes electorales en Cataluña para impulsarlo. Y sin embargo, las imágenes de multitudes gritando que vemos en los televisores desde Londres a Bruselas parecerían demostrar lo contrario.

Nadie debe dudar de la habilidad de la Campaña del Sí durante la campaña, utilizando la influencia de los recursos del gobierno regional, incluyendo universidades y escuelas, para la ventaja de sus relaciones públicas. Pero las relaciones públicas no pueden curar una región dividida ni, por desgracia, puede hacerlo tampoco la retorcida respuesta de Madrid al desafío. Detener a algunos políticos catalanes, amenazar con más detenciones y mantener la posibilidad de suspender el gobierno descentralizado puede ser una respuesta a esta crisis. Pero a nivel de relaciones públicas, no es de recibo la cínica afirmación de que hoy en día Franco equivalga a España ni que España sea equiparable a Franco. Cualquier indicio de opresión puede utilizarse para conseguir ventaja.

A diferencia del resultado del Brexit, el referéndum de Catalunya no pasará el filtro democrático. Pero, como en el Brexit, las posibilidades después de la secesión apenas han sido mencionadas, y mucho menos examinadas. Una palabra – Sí – parece suficiente. Bienvenido a un país nuevo en el que mana leche y miel. Pero si la  Unión Europea está alarmada, por la marcha de Gran Bretaña, aún está más alarmada — desde Bélgica a Francia e Italia — por los movimientos separatistas que puedan destruir la cohesión interna. Y acerca de España, 40 años después de que haya vuelto la democracia si entrara en una confrontación impredecible con otras regiones -el País Vasco, Galicia- escenificarían poner en marcha sus propias UDIs. Todavía hay espacio para la negociación. Madrid ya ha ofrecido conversaciones para abordar el tema autonómico. Si el gobierno catalán puede demostrar una demanda consistente y elaborar planes adecuadamente supervisados ​​para un eventual referéndum, tal vez con un techo superior al 50,1%, entonces es un enfoque que podría curar las heridas -división, enojo, creciente intimidación- que ya se abren en la sociedad . El primer ministro, Mariano Rajoy, por su parte, debe intentar moverse con cautela, siempre abierto al compromiso y usar a sus aliados Socialistas y Ciudadanos como intermediarios honestos, junto con una intervención fuerte y clara de la UE.

Nada de sueños, por favor. La secesión, en una España democrática dentro de una Europa democrática, tiene que buscarse con calma y honestidad. Se pueden entender los tambores de separación, sobre todo en una región donde la presencia real del gobierno de Madrid sobre el terreno en ciudades rurales y pueblos ya es solo un vestigio. También se puede, como con el Brexit, sentir el tumulto en que el desastre económico de hace 10 años todavía colea. Pero la agitación civil y las palabras fuera de tono sólo promueven más desastre. Es hora de que ambas partes se detengan y reflexionen sobre los daños. Es hora de retroceder.

The Observer view on Catalan independence