La triste realidad actual es que, junto a la unidad de los patriotas, se impulsa el enfrentamiento entre unos y otros catalanes y los demás españoles, entre los que tienen un trabajo fijo y los que lo tienen temporal, entre parados, en busca de un empleo escaso y precario, entre inmigrantes y autóctonos, entre manteros y pequeños comerciantes, entre vecinos y turistas. Divide y vencerás
El señorito despidió a mi padre de su trabajo en el molino. De eso pronto se cumplirán 70 años. Los motivos los contaré en otra ocasión. Una hermana de mi madre, que a la sazón era la jefa del auxilio social del pueblo, consiguió que unos conocidos suyos le facilitasen un empleo en “Lámparas Z”. En Barcelona, a más de 600 km de distancia. Como esa emigración forzosa fue “con papeles” se pudo librar de ser internado en el estadio de Montjuic, uno de los lugares donde encerraban, en condiciones infrahumanas, a los inmigrantes pobres, que llegaban de otras partes de España sin un empleo, hasta que los devolvían a sus lugares de origen.
Unos meses más tarde, mi madre, mi hermana y yo, nos reuníamos con él. Para vivir, inicialmente, en una habitación realquilada «con derecho a cocina». Las condiciones de trabajo de mi padre eran al principio deplorables. Para paliar la toxicidad le proporcionaban leche que debía beber durante las interminables jornadas laborales. Si malo fue el día a día de mi padre, la situación de mi madre se puede calificar sin reparos de extremadamente cruel. Vivir en el Poble Sec de entonces, sin familia y sin amigos en su entorno. Desconociendo el idioma popular reprimido oficialmente. Hablando el idioma de los opresores, aunque muchos de estos fuesen catalanes. Con cultura y costumbres muy diferentes a las de sus vecinos. Soportando el rencor de algunas personas que debían creerse con mejor derecho para ocupar el trabajo de mi padre.
En 1950, acabada de nacer mi segunda hermana, consiguieron un pequeño piso de alquiler en Hostafrancs. Un barrio obrero acogedor y solidario. Entenderse con los vecinos ya no fue un problema de idioma sino de pertenecer a una misma clase social. Los niños jugábamos en la calle a caball fort, futbol y punta pala, y contando “aventis”, sin reparar en si éramos de aquí o de allá. Cuando murió mi madre y recuperé mis álbumes de trabajos escolares, que ella conservaba como un tesoro, descubrí con asombro que estaban escritos casi al 50% en catalán y en castellano.
Del 55 al 63 estuve en Gijón, estudiando con una beca en la Universidad Laboral. Desconectado del barrio. Los veranos en Barcelona los ocupaba trabajando en pequeños talleres mecánicos. El idioma y la cultura catalana me fueron ajenos en ese tiempo. Llegué a sostener, ante el escándalo de mis interlocutores, que si con el castellano ya nos entendíamos todos ¿para qué había que aprender catalán? Y otras lindezas que no me atrevo a reproducir.
En los siguientes años 60 me incorporé al Centro Católico de Hostafrancs y empecé a trabajar en la SEAT. Con los amigos y compañeros que fui encontrando, muy especialmente en CC.OO y en el PSUC, se produjo un cambio espectacular. Trabajar durante el día, estudiar dos carreras por la noche, hacer de sindicalista, leer y asumir la funesta manía de pensar, pueden reconvertir al más duro de mollera.
Así fui comprendiendo que carecíamos de los más elementales derechos y libertades. Principalmente laborales y políticos. Pero también sociales, culturales y lingüísticos. Que la Dictadura pusiese todos los medios para evitarlo, no nos impidió irlos imponiendo y ejerciendo. Nos asociamos, nos reunimos, divulgamos nuestras opiniones por escrito en octavillas y de viva voz en las asambleas. Y nos manifestamos cada 30 de abril, víspera del 1º de Mayo, y cada 11 de setiembre, Diada nacional de Cataluña. Eso nos valió despidos del trabajo e inscripción en listas negras, procesamientos en el TOP y en los tribunales militares, encarcelamientos, tortura y la muerte de algunos compañeros.
Durante los años 70, cuando iba por otros pueblos y ciudades de España, podía comprobar el aprecio y la solidaridad que despertaba nuestra lucha. El respeto por nuestras demandas culturales e idiomáticas. Se podía notar la admiración que despertaba Barcelona, como ciudad abierta y acogedora, cosmopolita e integradora. Culta en humanidades y en ciencias. En donde se intentaba la síntesis de los valores humanos, con las normas de conducta y la libertad. Donde procuraba habitar sin conflicto el individuo y la comunidad. Donde la identidad y la diversidad ensayaban la coexistencia en armonía. La fascinación que ello despertaba fue lo que me hizo sentir el honor de ser catalán que todos me atribuían. Empecé a serlo el día en que, de niño, oí decir a mi padre “yo soy de donde doy de comer a mis hijos” y lo confirmé cuando un amigo, catalán de origen, me dijo “ésta es nuestra casa, usemos y disfrutemos de todo lo nuestro, especialmente de nuestro idioma y de nuestra cultura”.
Así nuestra lucha, junto a la de otros muchos españoles, acabó con la Dictadura. Pero tuvimos que pactar. Aprobamos una Constitución y un Estatuto de Autonomía. Con ello dimos por ejercido el Derecho de Autodeterminación que el PSUC había venido reivindicando. La “señora correlación de fuerzas” nos hizo aceptar algunas partes, de esas normas fundamentales, que no nos gustaban. Otras se dejaron conscientemente abiertas o sin la suficiente concreción. Esperando mejorarlas en un futuro conforme alcanzásemos los gobiernos y el Poder.
Lamentablemente, como es notorio, los gobiernos han sido habitualmente fagocitados por la derecha y el Poder se ha mantenido en casi las mismas manos. Internacionalizándose en los últimos tiempos, para peor. Y con el nuevo siglo llegó la crisis, que enriquece a unos pocos y nos perjudica a la inmensa mayoría. La resultante es un retroceso en derechos y libertades socio-laborales. Y no por culpa de los contenidos en la Constitución o el Estatuto, sino por quienes han tenido la facultad de interpretarlos, aplicarlos y legislar en su beneficio. Con la amalgama de corruptores y corruptos.
Resulta indudable que, durante las dos últimas décadas del siglo pasado, las clases populares fuimos mejorando considerablemente. Teniendo en cuenta de donde veníamos, claro. En función de eso, sindicalistas y otras fuerzas sociales, fuimos rebajando el nivel de conflictividad y de reivindicación. La abundancia ficticia que proporcionó la burbuja inmobiliaria consiguió desmotivar, desmovilizar y desorganizar a buena parte de la clase trabajadora.
Sin embargo los nacionalistas jamás reconocieron avance alguno y mantuvieron bien en alto su enfrentamiento. Hoy hay quien se atreve a decir sin rubor que existe una acción genocida del Estado contra todo lo catalán. Y absurdos de similar envergadura. De tal manera que cuando la crisis nos golpeó de forma inmisericorde encontraron inmediatamente al culpable: España, que nos roba y no nos quiere.
Parece evidente que los gobiernos de PP y CiU comparten ideología y colaboran con entusiasmo contenido. En los traspasos hacia la sanidad privada, el deterioro de la escuela pública, la disminución de los servicios sociales y, en general, en el retroceso en derechos y libertades, especialmente los laborales. Aportan millones de dinero público al sistema financiero privado. Y los casos de corrupción los acorralan sin tregua.
Al tiempo, los convergentes y otros acólitos anuncian la posibilidad de que la patria catalana se “libere del oprobioso yugo tricentenario” sin coste alguno y con todas las ventajas y beneficios imaginables. Los peperos advierten del “peligro” de disgregación de la patria española inmutable. A ese filón se lanzan y, sorprendentemente, consiguen la adhesión de una parte muy numerosa de la población. ¡En el siglo XXI!. Y ahí estamos, primero la independencia, o no, y después ya veremos, pero mandando los de siempre.
La triste realidad actual es que, junto a la unidad de los patriotas, se impulsa el enfrentamiento entre unos y otros catalanes y los demás españoles, entre los que tienen un trabajo fijo y los que lo tienen temporal, entre parados, en busca de un empleo escaso y precario, entre inmigrantes y autóctonos, entre manteros y pequeños comerciantes, entre vecinos y turistas, etc. Divide, vencerás y entretendrás.
Y en esta situación de retroceso en la solidaridad, en la empatía y en la buena voluntad, este catalán atribulado mantiene la esperanza de un cambio. Que se abandone pronto este nuevo sindicato vertical en el que “patronos y productores” han de perseguir un objetivo común, como requiere todo nacionalismo. Que aquellos que durante la noche franquista nos escuchaban, nos admiraban y se solidarizaban con nuestra lucha, no tengan que volver a decirme, al intentar darles alguna explicación de lo que nos pasa, “si queréis la secesión hacedla pero ahorradnos las explicaciones”.
Seguramente se tendrá que inventar algo parecido a lo que en su día fue la “unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura” para la nueva batalla, que también tiene sus implicaciones europeas e internacionales. Es bonito el ombligo pero dejemos de mirárnoslo.