Tras cinco años de monotema independentista, de medios públicos entregados a la causa y de mandatarios recalcitrantes, hay ya signos claros de que se está perdiendo la realidad de vista. Como si todo fuera sacrificable en el altar del proceso: la sensatez, la legalidad, la verdad o la paciencia. Ese es el mensaje que nos envían quienes, al tiempo, pretenden estar haciendo pedagogía nacional
Por LLÀTZER MOIX para La Vanguardia.
Políticos independentistas de muy diversa filiación coinciden en que es imprescindible ensanchar la base social de su movimiento. Hace años que oímos declaraciones en esta línea, procedentes del soberanismo de orden, del revolucionario y de los que se ubican entre ambos. En esto no hay fisuras. Aún diré más, también yo le daría la razón al soberanismo en este punto. Porque con un 47,8% de los votos no se puede imponer la independencia al resto de la población catalana. Al menos, no por la vía democrática. De ahí que los independentistas, conscientes de sus debilidades, hayan reiterado el mensaje del ensanchamiento de su base, hasta convertirlo en una especie de mantra.
La pregunta que surge a continuación es esta: ¿con qué tipo de ciudadanos pretende el independentismo ampliar su base? A tenor de iniciativas como Súmate, la sorprendente asociación de castellanoparlantes por la independencia donde se fogueó Gabriel Rufián, diríase que los criterios para ganar adeptos fueron en su día de tipo etnológico o territorial. Se trataba de seducir a los emigrantes que habitan en Catalunya, particularmente a los residentes en localidades del cinturón industrial barcelonés, que por sus orígenes familiares, su ideario o su precaria economía no tienen la independencia entre sus prioridades. Eso era también lo que ha perseguido, por otros medios, la exposición Lluites compartides, organizada por Òmnium Cultural, con la esperanza de que el roce entre participantes en luchas sociales dispares alumbrara cariños independentistas. O la sutil campaña de la ANC para captar indecisos, personificados en una tal Encarni, de perfil poligonero.
Estas operaciones se han saldado con éxito relativo. O, atendiendo al último sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió, que depende de la Generalitat, han discurrido en paralelo a un retroceso del soberanismo. Dicha encuesta, divulgada en marzo, nos dice que el 48,5% de los catalanes no son partidarios de una Catalunya independiente, frente al 44,3% que sí lo son.
Por lo tanto, la necesidad de ensanchar las bases no sólo permanece, sino que se agranda. Como permanece la pregunta que abría el segundo párrafo: ¿con qué tipo de ciudadanos pretende el independentismo ganar fuerza? O esta: ¿con qué tipo de acciones se propone seducirlos?
A juzgar por las últimas contorsiones políticas de Junts pel Sí, cabría deducir que confía en ampliarlas saltándose a la brava las leyes vigentes, defendidas sin fortuna por los organismos con los que el Parlament y la Generalitat se han dotado para garantizar su cumplimiento. O alardeando, en flagrante contradicción con lo dicho, de que aquí se practica una democracia de alta calidad, mientras que la de Madrid está averiada. O apoyándose en los más veteranos e infatigables opinadores del proceso, como si su nivel de ecuanimidad y credibilidad no fuera indirectamente proporcional al número de decenios que llevan vinculados a los think tanks nacionalistas, difundiendo argumentos similares y sincronizados. O con esos viajes a EE.UU. que el president Puigdemont empalma, con media semana de intervalo, para lograr una foto (que todavía no hemos visto) con el anciano expresidente Jimmy Carter (famoso, dicho sea de paso, por mediar en conflictos tan parecidos al nuestro como los de Senegal, Sierra Leona, Somalia o Sudán). O con sus declaraciones en las que compara, recurriendo a una grosería que causa vergüenza ajena, el secesionismo catalán con la lucha por los derechos humanos que encabezó Martin Luther King, o el Gobierno del PP en Madrid con el de Erdogan en Turquía.
En suma, podríamos decir que el independentismo aspira a ensanchar su base con ciudadanos dispuestos a cumplir la ley sólo cuando les dé la gana, que ven pajas en el ojo ajeno pero no saben apreciar las vigas en el propio, que son tan crédulos como acríticos con los de su cuerda, que se pierden por los gestos y que parecen dispuestos a tragarse falacias intelectuales o históricas sin rechistar… ¡Vaya refuerzo!
Tras cinco años de monotema independentista, de medios públicos entregados a la causa y de mandatarios recalcitrantes, hay ya signos claros de que se está perdiendo la realidad de vista. Como si todo fuera sacrificable en el altar del proceso: la sensatez, la legalidad, la verdad o la paciencia. Ese es el mensaje que nos envían quienes, al tiempo, pretenden estar haciendo pedagogía nacional. Un mensaje alarmante, sin duda.
Por mucha frontera que se le quiera poner, un país no es un territorio, ni mucho menos una finca. Un país es su gente, por definición diversa. Y si se espera de la gente con la que se va a ampliar la base independentista que aplauda conductas como las citadas más arriba, el país va mal. A no ser que se quiera ensanchar su base mientras se estrecha la capacidad de discernimiento de sus habitantes.
http://www.lavanguardia.com/opinion/20170416/421718610768/ensanchar-la-base.html