Las competencias no deberían verse simplemente como un reparto de poder en el que se enfrentan territorios, Estado y Comunidades Autónomas, con el respectivo objetivo de retener lo que se posee y en la medida de lo posible aumentar la cuota de poder, sino como un debate sobre cómo lograr la mejor distribución de competencias con el fin de conseguir la mejor acción de los poderes públicos al servicio de sus ciudadanos
(Este texto es un extracto del artículo ‘El Estado de las Autonomías. Una propuesta de reforma constitucional en clave federal’ de Joaquín Tornos Mas publicado por el Instituto de Derecho Público de Barcelona, IDP, la Friedrich Ebert Stiftung y la Fundación Manuel Giménez Abad)
El acuerdo sobre el nuevo sistema de distribución de competencias, entre el Estado y las Comunidades Autónomas, debería ir más allá de una mera reinterpretación del texto vigente. Lo que procede es abrir una reflexión sobre qué competencias deben estar en manos del Estado y qué competencias deben pertenecer a las Comunidades autónomas al inicio del primer tercio del siglo XXI. Este debe ser el debate que merece la pena acometer, lo que supone, y de ahí la importancia y la dificultad del tema, tratar de articular un nuevo «pacto constitucional» que luego se deberá formalizar a través de las técnicas jurídicas adecuadas, sobre las cuales ya existe menos discusión.
¿Qué funciones y materias deben corresponder a cada nivel?
La respuesta a esta pregunta es la que a mi juicio exige un mayor esfuerzo de reflexión y ulterior consenso, en la medida en que el fijar los respectivos ámbitos de competencias se ve siempre como la determinación del quantum de poder de cada nivel territorial.
Como cuestión previa debe reconocerse que en el momento actual la reforma constitucional ya no puede limitarse a la reinterpretación de los preceptos de la Constitución vigente o a la mejora de las técnicas jurídicas con las que se alcanzó el consenso en 1978. La reforma se justifica, si queremos adaptar el consenso de 1978 a la nueva realidad socioeconómica de la primera parte del siglo XXI, a una España integrada en Europa para, de acuerdo con la experiencia acumulada de 40 años de Estado autonómico, establecer un nuevo reparto de poder entre el Estado y las Comunidades autónomas. Por ello, el reparto de funciones y materias deben ser objeto de un nuevo acuerdo.
Situados en esta perspectiva entiendo que pueden aparecer dos grandes opciones como planteamientos generales de partida. Por un lado la reforma competencial puede tener como criterio rector la búsqueda de un mejor funcionamiento del «Estado federal» como sistema, tratando de identificar (en la línea de lo que exige el principio de subsidiariedad) qué funciones y materias pueden llevar a cabo con mayor eficiencia cada uno de los niveles, Estado y Comunidades autónomas (dejamos expresamente al margen el tema de los entes locales). En este punto se puede acudir a planteamientos próximos al federalismo fiscal, y por tanto introducir el criterio de eficacia, como instrumento que ayude a determinar los criterios en base a los que asignar las competencias.
La otra opción es plantear el reparto de competencias como un mero reparto de poder, de modo que se abre una discusión entre partes enfrentadas cuyo objetivo respectivo es lograr la máxima cuota de poder de decisión. En particular desde las Comunidades autónomas la reforma se puede defender exclusivamente como la vía para aumentar su poder político, ya que este incremento de poder es en todo caso bueno en sí mismo, es el fin a lograr.
En todo caso, el reparto de competencias no debería verse simplemente como un reparto de poder en el que se enfrentan territorios, Estado y Comunidades Autónomas, con el respectivo objetivo de retener lo que se posee y en la medida de lo posible aumentar la cuota de poder, sino como un debate sobre cómo lograr la mejor distribución de competencias con el fin de conseguir la mejor acción de los poderes públicos al servicio de sus ciudadanos.
Las competencias en materia de ordenación del crédito, comercio interior, medio ambiente u ordenación y gestión de los servicios aeroportuarios, por poner tan sólo unos ejemplos, deberían ser atribuidas atendiendo a la necesidad o no de una norma uniforme en todo el territorio para una mejor ordenación de los diferentes ámbitos materiales y del nivel más adecuado para la gestión de lo dispuesto en la norma. En definitiva, se trata de introducir el criterio de la eficacia, no como nuevo único principio, pero si como un criterio a tener también en cuenta, en particular cuando se trata de repartir competencias que inciden de modo directo en el funcionamiento del mercado único estatal y europeo.
Este reparto de competencias debe reconocer la diversidad de supuestos y al mismo tiempo tratar de conseguir bloques homogéneos de materias que permitan después, en la medida de lo posible, gestiones homogéneas y por tanto responsables desde los diferentes niveles. No es lo mismo aquello que afecta al gobierno de la economía y a la realidad de un mercado único europeo, que lo relativo al gobierno del propio territorio, a la organización interna o a la prestación de servicios personales.
La llamada de atención sobre el principio de eficacia no supone ignorar que existen también los “intereses de los territorios”, la reivindicación por el respeto del poder de decisión autónomo en aquello que configura la identidad de la comunidad territorial y su subsistencia como realidad diferenciada. Este hecho deberá igualmente tenerse en cuenta en el reparto competencial, lo que puede incidir en materias como educación, cultura, lengua, derecho civil propio u organización territorial, en definitiva, los hechos diferenciales. Reivindicaciones competenciales éstas últimas que tendrán mayor o menor intensidad según la naturaleza de las diferentes Comunidades autónomas.
Pero a su vez deberá reconocerse la realidad de poderes de regulación económica supraestatales en el mercado único europeo, la singularidad de determinados bienes (aguas, costas), o servicios (transporte, energía) o de las necesaria igualdad de las condiciones básicas en el acceso a los servicios esenciales de todos los ciudadanos del Estado, materias todas ellas que exigen tratamientos generales y en los que no parece racional crear ámbitos de decisión separados. Materias por otra parte de las que no depende la subsistencia de las diferentes nacionalidades, o naciones histórico-culturales, que conforman el Estado español.
Ha de admitirse que el nivel ideal de descentralización no existe como tal, sino en función de cada caso y época particular, donde interactúan factores políticos, históricos, culturales y, como no, económicos.
Precisamente por este contenido político de la cuestión es necesario un nuevo acuerdo que tenga en cuenta todos los factores implicados.
A la hora de proceder al reparto competencial los diferentes ámbitos materiales deben ser tratados de modo diverso en razón de su vinculación principal con aspectos propios de la realidad identitaria de una Comunidad Autónoma, o con cuestiones que afectan al funcionamiento general del sistema federal. El reparto de competencias deberá tener en cuenta la singularidad de algunas materias, que no responden a sectores concretos de la actuación administrativa, sino a funciones generales del Estado, justicia, a poderes de organización territorial, la organización local y su régimen jurídico, o a la posible ampliación de los derechos y deberes de los ciudadanos. En estos casos el texto constitucional deberá fijar una reglas singulares de distribución competencial.
La construcción del nuevo modelo de reparto de competencias no debería quedar, en esta primera fase consistente en determinar qué debe corresponder a cada nivel, Estado y Comunidades autónomas, en manos de los juristas. No se trata de reinterpretar un texto a partir de razonamientos jurídicos y de la relectura de la jurisprudencia constitucional, sino de alcanzar un nuevo “pacto de Estado”. El jurista se debe situar en la segunda fase, consistente en articular a través de normas los criterios de reparto de materias que han decidido otros en razón de argumentos no jurídicos.
*Joaquín Tornos Mas es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona