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El escritor, muy popular en su tiempo, está más actual que nunca. Sus apelaciones a la unidad europea se hicieron urgentes en los años 30, cuando el continente se precipitaba a la guerra. Este mito fundacional de lo que representaría la UE (evitar una nueva Gran Guerra) todavía es un aliciente para sus lectores (The Economist, 20 de diciembre de 2016. Traducción y edición de Beatriz Silva)

Después de un año desolador para Europa, la charla ligera de los años 30 está en el aire. Los vínculos de confianza entre países se deshilachan y aquello de que la Unión Europea avanza sólo en tiempos de crisis se está poniendo a prueba hasta al límite de la destrucción. El populismo está en auge. El Reino Unido se está yendo. Y los vecinos de Europa, o bien la amenazan directamente (Rusia), o amenazan con inundarla la de refugiados. Un eurócrata hiperventilado confió hace poco a este columnista que temía otra guerra franco-alemana.

No sorprende mucho que los europeos pesimistas empiecen a sacar el polvo a Stefan Zweig. El escritor austriaco, prolífico y con una gran popularidad en su tiempo como autor de novelas, biografías y obras políticas, encarnó como nadie el ideal del europeo culto de entreguerras. Zweig, un judío que vio como los nazis quemaban sus libros, tuvo que exiliarse primero de su hogar en Austria (1934), y después de Europa. La estrella literaria de Zweig se vio eclipsada por contemporáneos suyos como Thomas Mann o Joseph Roth, pero su testimonio de la catástrofe europea, y su dedicación a la causa de la unión, ayudaron a restaurar el afecto popular hacia Zweig . (El Gran Hotel Budapest, película de 2014 inspirada en los escritos de Zweig, también pueden haber contribuido).

Zweig sentía el rechazo del esteta a los males de la política, pero sus apelaciones a la unidad europea se hicieron cada vez más urgentes en los años 30, cuando el continente se precipitaba a la guerra. Cuando finalmente ésta llegó, Zweig no fue capaz de mantener la esperanza que había infundido en los demás. En ‘El mundo de ayer’, un lamento escrito hacia el final de su vida sobre la Viena cosmopolita del fin del siglo, la de su niñez, Zweig declara que Europa le “perdió” cuando se rasgó por segunda vez en la historia reciente. En 1942 Zweig y su joven esposa se suicidaron en su hogar adoptivo de Petrópolis, en las colinas que rodean Río de Janeiro.

Según un duro análisis del crítico John Gray, Zweig no mostró mucho coraje en la vida para que su muerte pudiera considerarse trágica. Pero no se puede ocultar la ironía que representa lo que vendría más tarde. Menos de una década después de su suicidio, seis países europeos acordaron unificar la producción del acero y del carbón, con la creación de un club que acabaría evolucionando en el proyecto europeo que Zweig durante tanto tiempo había abogado por crear. Una organización construida sobre unos cimientos tan prosaicos no habría complacido la noble imaginación del escritor (y, con todo la confluencia paneuropea, Bruselas nunca estará a la altura de la Viena que describe Zweig). Pero esta organización intentaba conseguir con medios burocráticos lo que Zweig esperaba alcanzar por medio de la educación y la cultura: hacer que la guerra entre Francia y Alemania no fuera sólo impensable sino imposible.

Este mito fundacional de lo que representaría la UE (evitar una nueva Gran Guerra) todavía es un aliciente para los líderes actuales. En un discurso reciente, Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, hacía suyo el aviso de Zweig respecto a que quienes quedan atrapados en el cambio histórico no son nunca conscientes del inicio del cambio. Tusk lamentó la “trampa del fatalismo” que, decía, había paralizado a los políticos moderados ante la amenaza del populismo. En tiempos de Zweig, añadía Tusk, los liberales se abandonaron “virtualmente sin luchar, aunque lo tenían todo en la cara”.

Los veteranos de Bruselas lamentan la falta de visión de la hornada de líderes actuales, como si con un nuevo Kohl, Miterrand o Delors fuera suficiente para devolver la salud a Europa. Pero no es sólo a los políticos a quienes se les van desdibujando los recuerdos de los años 40. Haciendo que la guerra entre sus miembros sea inimaginable, la UE ha debilitado su propio apoyo. Sin una misión tan estimulante, hay quien cuestiona los sacrificios de soberanía que exige pertenecer a la UE.

Las crisis de los últimos años dan una respuesta. Si bien algunos de los problemas de la UE se pueden atribuir a errores en su formación -la integración sigilosa que en ocasiones ha tratado a los votantes como un inconveniente o los errores de diseño de la moneda común-, otros han venido del exterior y han requerido una reacción coordinada. Sin la UE, la amenaza rusa sería mucho mayor y si los gobiernos europeos estuvieran enfrentados todavía les costaría más responder a la crisis migratoria. Problemas como el cambio climático y el terrorismo exigen una gestión compartida. A pesar de todos los pasos en falso de la UE, los problemas de Europa serían más graves si no existiera.

El mensaje de Zweig es doblemente seductor. Su insistencia en la naturaleza oscilante de la historia europea, basculando hacia adelante y hacia atrás durante siglos entre un tribalismo tiquismiquis y el deseo de cooperación, tranquiliza a los temerosos de que la desunión actual pueda resultar temporal. Sus ataques de Zweig a los políticos mezquinos de su época refuerzan el desdén con el que los europeístas de hoy en día miran a sus líderes. “La idea europea”, escribió Zweig, es “la fruta de maduración lenta de una forma de pensar más elevada”. En Bruselas muchos encuentran admirable este pensamiento de superioridad.

Pero, como reconocía Zweig, un club supranacional nunca tendrá el afecto de los ciudadanos de la misma forma que una nación. Su propio remedio -una capital europea rotatoria con actos y festividades que imiten los espectáculos nacionales- se acabó llevando a la práctica, si bien de manera diluida. Pero la Capital Europea de la Cultura todavía no ha elevado a los europeos al estado de conciencia que esperaba Zweig. El persistente impulso de la lealtad nacional sigue siendo el mejor medio para movilizar a los europeos hacia la acción.

Hace diez años el peligro para Europa era el declive hacia la irrelevancia. Desde entonces, el tempo de los acontecimientos se ha acelerado y ha acentuado el riesgo de desintegración. La UE, la más particular de las instituciones, todavía no ha encontrado la manera de hacer fermentar la necesidad de una autoridad central con la energía democrática de los Estados nación. Las emergencias de hoy en día hacen que esta tarea sea aún más urgente. Pero los retos de la Europa de hoy -rica, libre, democrática y, en buena medida, pacífica- no son los de los años 30. Zweig empezaba ‘El mundo de ayer’ con una sugerencia de Shakespeare: “Acojamos el tiempo, tal como él nos quiere“. En eso, al menos, tenía razón.

Why Europeans are reading Stefan Zweig again, by Charlemagne (The Economist, 20 de diciembre de 2016)