Opinión

Al trasladar el debate dicotómico entre independencia y no independencia a la arena democrática ha producido un proceso de simplificación mimética a mi parecer intolerable. En la confrontación entre aquellos que afirman sin rubor que la democracia es ley y aquellos que invocan las urnas como la única esencia democrática, nos falta recordar que la democracia tiene que ver con leyes (efectivamente), con urnas (efectivamente) y con otras muchas cosas (como la capacidad de diálogo, cierto tipo de cultura cívica o determinadas reglas institucionales). En el marco del debate Cataluña-España, reivindicar con la vehemencia que la democracia está de nuestro lado -de unos u otros- sólo sirve para generar una víctima colateral: la propia democracia

Desde el 9N de 2014 no he escrito nada sobre esto que definimos como el proceso. Unos días antes de celebrarse el proceso participativo, cuando aún el objetivo innegociable era la consulta-referéndum, fui protagonista involuntario de un asunto con cierto impacto mediático. Me habían invitado a formar parte de la comisión de garantías que debía velar por el rigor democrático de la futura consulta y, inicialmente, convencido de que una consulta podía ayudarnos a todos a salir de la situación de bloqueo político, acepté formar parte. Enseguida, sin embargo, me di cuenta de mi error, pues lo que se esperaba de mí no era que contribuyera a garantizar el rigor democrático de una consulta, sino que ayudara a hacer ver que se celebraría una consulta que, ya unas semanas antes, sus promotores sabían que no se haría y que acabaría transformando en lo que -incorrectamente desde mi punto de vista- se bautizó como un proceso participativo. Inmediatamente dimití o, para ser más precisos, rehusé participar en la constitución de la comisión.

Explico estos antecedentes para justificar que ya entonces consideraba que el referéndum podía ser una salida, pero también que pensaba que esta salida sólo podía darse en caso de hacerlo con todas las garantías jurídicas y democráticas. Además de los requisitos jurídico-administrativos, la dimensión democrática hace referencia a la existencia de un debate público sereno, a unas instituciones que mantengan la neutralidad y un acuerdo social sobre el uso del referéndum. Un conjunto de condiciones efectivamente difíciles de alcanzar, pero sin las que, más allá de la posibilidad de realizar materialmente el referéndum, sus resultados no serían ni reconocidos en el exterior ni aceptados interiormente. Más importante que hacer un referéndum es conseguir la efectividad de sus resultados, y ello conlleva -nos guste o no- operar bajo unas condiciones muy determinadas.

Después de un recorrido largo y circular, este 23D se ha reunido la Mesa por el Derecho a Decidir para concluir que, efectivamente, la salida es el referéndum pero que este no puede volver a derivar en un proceso participativo como el 9N. Debe hacerse con las garantías y con voluntad de tener un impacto efectivo. Una conclusión que, como puede apreciarse, coincide con lo que me llevó primero a aceptar y luego a dimitir de la comisión de garantías en 2014. Sin embargo, esta conclusión ahora me parece -y es una percepción personal- más difícil de poner en práctica que hace dos años. Mientras entonces estaba convencido de que el referéndum podía ser una puerta de salida, ahora me temo que la capacidad desbloqueadora que podía tener el referéndum se ha visto desactivada por un proceso con demasiados errores. Un proceso que habrá que repensar muy a fondo si se quiere llegar a buen puerto.

Para ilustrar lo que, en mi opinión, son los principales problemas del proceso usaré sólo dos de sus expresiones favoritas; este tipo de eslóganes que han tenido, eso sí, una enorme fuerza comunicativa:

  1. Una hoja de ruta que nos permite ir pasando pantallas

La idea de una hoja de ruta clara y un calendario detallado es, obviamente, una forma de dotar de rigor y seriedad al proceso; una manera tanto de mostrar que la cosa va en serio como de ofrecer la tranquilidad de ver que todo está pensado y previsto. La imagen de las pantallas que se van superando es el complemento perfecto; una metáfora que permite hacer visible que vamos completando etapas, que sabemos que estamos haciendo y que nos acercamos a la meta final.

El problema de este planteamiento es que lo que ofrece no es una seguridad real sino una falsa seguridad. La contundencia de las fechas y el hecho de dar pasos concretos cada vez que cambiamos de pantalla esconde una realidad compleja, incierta y volátil. Una realidad imposible de prever y de conducir con la precisión del proyecto que se pretende trasladar a un público que, naturalmente, agradece estos mensajes claros, seguros y sólidos. La comodidad que transmiten estos mensajes, sin embargo, es sólo aparente y se transforma en desconcierto cada vez que se impone la realidad.

De hecho, los especialistas en planificación ya hace años que descartan la utilidad de las hojas de ruta, especialmente si estas se entienden como una sucesión ordenada y cronológica de pasos (pantallas) que nos conducen inevitablemente a la meta programada. Esta mirada es eminentemente racional, pero para poder desplegarse requiere de un contexto estable y conocido. Un contexto que de ninguna manera es nuestro. La planificación en el siglo XXI, en cambio, nos dirán los expertos, debe asumir que opera en un entorno similar al de las aguas turbulentas de un mar en plena tormenta. Una situación en la que las pantallas no se ordenan racionalmente sino donde se toman decisiones coyunturales y flexibles; decisiones que deben partir simultáneamente de tener muy claro cuál es el puerto donde queremos llegar y de reconocer que algunas veces tendremos la proa en el rumbo adecuado y otras no. En estas aguas tan movidas, por tanto, es básico saber dónde vamos; pero también reconocer que el camino será largo y lleno de aventuras -como ya contaba el viaje a Ítaca de Lluís Llach.

En el caso catalán, el referéndum es el puerto donde queremos atracar y, para llegar, tenemos que tenerlo claro todos los que vamos en el barco. Ahora bien, si en el barco hay quien ya sabe de antemano todas las maniobras que habrá que hacer para llegar, como si el mar fuera un charco de calma, entonces nos está ofreciendo falsas seguridades. Una falsa seguridad que acaba revirtiendo negativamente en el propio propósito del viaje; impidiendo hacer lo necesario en cada momento imprevisto, inhabilitándonos para trabajar conjuntamente y, adicionalmente, generando frustraciones cada vez que tenemos que reconocer que las aguas son de tormenta. Para llegar al puerto del referéndum no podemos mantener un rumbo fijo e inalterable, sino que necesitamos mover el timón con mucha frecuencia y con la colaboración de todos aquellos que se encuentran en el barco. No necesitamos un manual sino un compromiso, no necesitamos un capitán sino toda la tripulación.

Es fácil objetar que, sin etapas concretas y fechas específicas, todo proceso puede convertirse en un sueño de futuro incierto, en una voluntad etérea destinada a irse difuminando con el tiempo. Hay parte de razón en este argumento, pero para conjurarlo es necesario intensificar la claridad del objetivo compartido y no caer en la trampa de la hoja de ruta inviable. En un contexto tan complejo como el nuestro, es más importante saber dónde se quiere ir que detallar el itinerario para llegar. Mientras los detalles pueden separarnos y debilitarnos, el objetivo nos une y nos hace capaces de superar las situaciones más complicadas. Los detalles, en medio de la tormenta, pueden distraernos del objetivo y, ahora sí, hacerlo inalcanzable.

  1. Esto va de democracia

Uno de los aspectos más delicados del proceso es el que hace referencia a la distinción entre objetivos finalistas y objetivos instrumentales. Ciertamente, tal como subrayábamos anteriormente, queremos atracar en el puerto del referéndum; y este es el objetivo instrumental que debe permitir alcanzar el objetivo finalista de revisar la relación entre Cataluña y España. El objetivo instrumental se concreta, pues, en el uso de un instrumento democrático, mientras que el objetivo finalista tiene que ver con el futuro estatus jurídico y político de Cataluña. Es importante, por tanto, separar ambos debates y, sobre todo, evitar confusiones interesadas.

Durante los últimos años, la retórica del proceso ha puesto la mirada en la futura república catalana y, al mismo tiempo, ha afirmado que todo iba de democracia, de poner las urnas y dejar que fluya la voluntad del pueblo. Con esta manera de expresarse, el referéndum, inicialmente el objetivo instrumental, se ha convertido en objetivo finalista y, consiguientemente, la llamada no es ya los independentistas sino a todos los demócratas. De pronto, pues, difuminamos el debate sobre la relación de Cataluña con España y subrayamos el discurso sobre la regeneración democrática. No tengo la menor duda sobre la necesidad de profundizar en unas formas democráticas que hay que adaptar a la realidad del nuevo milenio, pero sí tengo serias dudas de que el debate en Cataluña vaya de democracia. De hecho, en mi opinión, va de la relación entre Cataluña y España. Dos debates importantes y legítimos, pero que al mezclarlos de manera interesada pueden provocar algunas distorsiones.

Por un lado, parece evidente que no es lo mismo la arena política donde se confrontan independentistas y no independentistas (unionistas, federalistas o lo que sean) que un eventual enfrentamiento entre demócratas y no demócratas. Cuando la línea que debería separar nítidamente ambas arenas se difumina, el espacio para la manipulación política es muy amplio y, por tanto, hay que ser muy contundente a la hora de evitar atravesarla. En este sentido, tan criticable es atarse al palo de las urnas como el palo de los tribunales. La democracia son urnas y tribunales, efectivamente; pero todo ello, ahora mismo, no va ni de urnas ni de tribunales sino, vuelvo a repetirlo, de la relación entre Cataluña y España.

Por otra parte, como ya se intuye en el párrafo anterior, al trasladar el debate dicotómico entre independencia y no independencia a la arena democrática ha producido un proceso de simplificación mimética a mi parecer intolerable. En la confrontación entre aquellos que afirman sin rubor que la democracia es ley y aquellos que invocan las urnas como la única esencia democrática, nos falta recordar que la democracia tiene que ver con leyes (efectivamente), con urnas (efectivamente) y con otras muchas cosas (como la capacidad de diálogo, cierto tipo de cultura cívica o determinadas reglas institucionales). En el marco del debate Cataluña-España, reivindicar con la vehemencia que la democracia está de nuestro lado -de unos u otros- sólo sirve para generar una víctima colateral: la propia democracia.

En mi opinión, el proceso se ha movido en la confusión entre estas dos arenas de debate político y esta confusión, a pesar de generar réditos a corto plazo, se convierte en una trampa para el propio referéndum. Aparentemente, difuminar la frontera entre los objetivos independentistas y los que se vinculan a la regeneración democrática puede acercar a aquellos que se sienten demócratas a las posiciones independentistas. Pero también puede suceder que esta confusión sea interpretada como un intento de manipulación excesivo y provoque, volviendo a la metáfora marinera, que parte de la tripulación se desentienda de un objetivo que se le presenta como una especie de chantaje. Una trampa en la que, obviamente, caen tanto aquellos que transforman el debate Cataluña-España en un asunto legal como aquellos que lo reducen al momento del voto en referéndum. Simplificar, vuelvo a insistir, ayuda a comunicar y reforzar la adhesión de los adeptos; pero sirve de poco para navegar en aguas turbulentas.

En definitiva, si el debate, tal como yo la interpreto, es sobre la relación entre Cataluña y España, es necesario que lo discutamos abiertamente, sin referencias cruzadas a los déficits democráticos de unos u otros. De hecho, a menudo parece que nos sentimos más cómodos hablando del objetivo instrumental (el referéndum) que del objetivo finalista (redefinir la relación entre Cataluña y España). El primero nos permite situarnos en el terreno del blanco o del negro, donde hay buenos y malos; mientras que el segundo nos obliga a usar una amplia paleta de colores, donde se diluye la distinción entre buenos y malos. La primera opción es tentadora por su simplicidad, pero la segunda es realista al asumir la complejidad.

Una vez apuntadas estas dos referencias críticas a la hoja de ruta y a esto va de democracia, quisiera terminar estas reflexiones con un punto de optimismo. La última reunión de la Mesa por el Derecho a Decidir puede ser el punto de partida que sirva, en primer lugar, para poner el compromiso de todos con el derecho a decidir por delante de la hoja de ruta definida por algunos. Y, en segundo lugar, puede conformarse un espacio desde el que impulsar un debate respetuoso sobre la futura relación entre Cataluña y España. Para ello, en mi opinión, deberíamos recordar los aciertos y conjurar los errores del pasado; es decir, deberíamos subrayar el compromiso más amplio posible con el referéndum y, simultáneamente, evitar tanto las trampas del juego de las pantallas como la confrontación en la arena inadecuada de la regeneración democrática.

Traducción: Salva Redón

Revista Treball, 28 de diciembre de 2016