No se trata de situar la frontera del debate público entre la nueva y la vieja política, sino de entender la política como la forma civilizada de resolver los conflictos y hacer prevaler el interés general. Sería la hora de enterrar el populismo y de rehacer los consensos básicos: regeneración, federación y Estado de bienestar (qué modelo social queremos y de qué fiscalidad nos dotamos para sustentarlo). Este es el debate que unos y otros nos están hurtando en esta campaña electoral
Las elecciones catalanas del 27-S situaron el eje identitario por delante del programático. El resultado del llamado plebiscito fue un país dividido en dos mitades, con un presidente y un gobierno que siguen aún en funciones. Ahora, en la campaña de las generales españolas del 20-D, el eje entre la vieja y la nueva política está desplazando también el eje ideológico y programático. Las fuerzas emergentes predican el adanismo desde los platós de televisión de donde surgieron. La nueva política, libre así de pecado original, arremete contra la corrupción sistémica a la que confunde con el sistema mismo. No importan tanto las propuestas como las posturas.
Nadie se atreve a defender el sistema de referencia, es decir, la democracia liberal y modelo de Estado de bienestar, resultado del equilibrio entre mercado y regulación:todo el mercado posible y todo el Estado necesario. Es el sistema al que España se incorporó tardíamente y que acabó con la política anti-sistema que representó el régimen franquista: dictadura y autarquía. Es el sistema que alumbró la Constitución de 1978 y que ha proporcionado el período de mayor libertad política, progreso económico y bienestar social de la historia de España. Urge reformar ese sistema, hacer limpieza a fondo y adaptarlo a los nuevos retos del siglo XXI, pero corremos el riesgo de acabar tirando el agua sucia del barreño con el niño dentro.
Es el sistema que se consolidó con el ingreso en Europa (1986) y nos acercó a los estándares comunitarios en sanidad, educación, cultura, infraestructuras… Es el sistema en el que España fue incluso pionera en la Europa del Sur en la promoción de derechos de nueva generación: paridad, matrimonio entre personas del mismo sexo, ley de la dependencia… Es el sistema, en palabras de Ralf Dahrendorf, que alumbró el consenso socialdemócrata: «Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales». Es evidente que ahora algo va mal, como dejó también escrito Tony Judt, pero «una cosa es temer que un buen sistema no pueda mantenerse y otra muy distinta perder la fe en el sistema».
No se trata de situar la frontera del debate público entre la nueva y la vieja política, sino de entender la política como la forma civilizada de resolver los conflictos y hacer prevaler el interés general. Sería la hora de enterrar el populismo y de rehacer los consensos básicos: regeneración, federación y Estado de bienestar (qué modelo social queremos y de qué fiscalidad nos dotamos para sustentarlo). Este es el debate que unos y otros nos están hurtando en esta campaña electoral.
España necesita un presidente que no mire las encuestas, que gobierne sin temor a perder dentro de cuatro años, que se aleje tanto del inmovilismo como de la tentación liquidacionista, que defienda el sistema: la renovación del pacto constitucional y del contrato social. No lo acabo de ver. Votaré por defecto al que más se aproxime a él.
La Vanguardia, 15 de diciembre de 2015