La gran reforma pendiente tiene que ver con la cuestión de la desigualdad territorial. La dificultad principal reside en los resultados que proporciona el sistema foral a las Diputaciones vascas y a Navarra que duplican su capacidad de gasto. En la próxima legislatura habrá una nueva reforma de la financiación y los riesgos de retroceso son bien evidentes. Cataluña no puede renunciar a construir una España mejor
En su libro Anatomía de un desencuentro (Destino, 2013), Germà Bel sostiene que el apoyo a la independencia de Cataluña ha aumentado tanto y tan rápidamente por la “frustración de las expectativas y esperanzas puestas en la transformación de España. Y, una vez fracasada la estrategia de reforma, las alternativas disponibles quedan reducidas a dos: la asimilación y disolución en una España uninacional, o la creación de un Estado propio” (p.232). Para su disección del desencuentro, Bel toma tres ámbitos de referencia: la cultura y la lengua, las relaciones fiscales y las infraestructuras. Pues bien, me ocuparé aquí de las relaciones fiscales, y en particular del diseño del sistema de financiación de las comunidades autónomas (CCAA) a lo largo de últimos 30 años, para ilustrar que el pretendido fracaso de la reforma de España desde Cataluña no ha sido tal.
Cuando en la Constitución de 1978 se diseñó el “Estado de las Autonomías”, los legisladores constituyentes se limitaron a establecer los principios de autonomía financiera, coordinación con la Hacienda estatal y solidaridad entre todos los españoles. A partir de ahí, el sistema de financiación se ha construido paso a paso. Permítanme recordar el camino recorrido hasta ahora.
Las características del sistema inicial eran la total dependencia financiera respecto del gobierno central y la ausencia de un mecanismo de nivelación que atendiera a la equidad entre todos los territorios. Por eso Antoni Castells recomendaba “sustituir subvenciones por ingresos tributarios de origen territorial” y establecer mecanismos de nivelación “de tal manera que los ingresos per cápita de las distintos gobiernos queden igualados” (Hacienda Autonómica. Una perspectiva de federalismo fiscal, Ariel, 1988). A partir de la Ley Orgánica de Financiación de las CCAA de 1980, el primer modelo se negoció en 1986. La influencia de la Generalitat tuvo que ser grande porque se llevó casi la mitad de los recursos adicionales que hubo para todas las CCAA de régimen común. En las reformas de 1992 (ampliada en 1993) y 1996 (corregida en 1998) se otorgó por primera vez un papel relevante a la cesión parcial del IRPF, correspondiendo así al apoyo de CiU a los gobiernos de Felipe González primero y de José María Aznar, después. Cataluña también lideró en 2001 el mal llamado “modelo Zaplana”, probablemente pactado antes con Cataluña, cuando se creó la actual “cesta de impuestos” que incluye IVA e impuestos especiales. Y finalmente, el papel determinante de Cataluña en la reforma de 2009 fue público y notorio, como consecuencia de su Estatuto de Autonomía. Las novedades más importantes fueron la ampliación de la cesión de tributos y la creación de un fondo de garantía que iguala cada año la financiación por habitante destinada a los servicios públicos fundamentales.
En cada una de esas reformas, la Generalitat de Cataluña fue protagonista e inspiró el camino hacia la autonomía tributaria y una mejor nivelación de las necesidades de gasto. Así, cuando desde el independentismo se señala que ha fracasado la estrategia de reforma, no es cierto porque, al menos en cuanto al sistema de financiación autonómica, España es lo que Cataluña ha logrado que sea. Y obviamente, aunque se ha progresado de manera sustancial, no se ha alcanzado la perfección. Por un lado, es necesario seguir avanzando en la corresponsabilidad fiscal, porque hasta ahora las CCAA han optado por ejercer sus competencias tributarias generalmente a la baja, y las pérdidas recaudatorias se han compensado reclamando más recursos al gobierno central.
Por otro lado, la gran reforma pendiente es la cuestión de la desigualdad territorial. La dificultad principal reside en los resultados que proporciona el sistema foral a las Diputaciones vascas y a Navarra, que prácticamente duplican su capacidad de gasto. Además, se carece de un criterio explícito que sirva para dar contenido financiero a la nivelación y a la solidaridad. El sistema español de financiación territorial ha mantenido una nivelación total de los recursos en la que ha primado el statu quo, distorsionando así los progresos realizados en la medición de las necesidades de gasto.
Cataluña va a seguir siendo parte de España por muchos años. Incluso los más convencidos independentistas reconocen que el 27 de septiembre pasado no emergió una fuerza suficiente para lograr la ruptura. Pero España no mejora por sí sola, y puede empeorar. En la próxima legislatura habrá una nueva reforma de la financiación –puede incluso que sea de rango constitucional- y los riesgos de retroceso son bien evidentes. Si Cataluña renuncia a construir una España mejor, abandonando su papel de contrapeso frente al centralismo que pervive, la autonomía y la solidaridad regresarán a niveles que la mayoría de la ciudadanía catalana, y del resto de España, no deseamos.
Alain Cuenca. Profesor titular de economía aplicada. Universidad de Zaragoza