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Las pocas estelades que sobreviven en mi patio de manzana en este inicio de primavera tienen un aspecto lamentable: sus colores desleídos tienden al gris ceniza y la tela cede en sus bordes deshilachados. Me extraña que mis vecinos independentistas no las renueven. En su lugar, yo no permitiría que tales símbolos patrióticos perdieran vistosidad al son de la meteorología y las terceras vías

Vivo en un piso con vistas a un amplio patio de manzana como aquellos con los que soñara Ildefons Cerdà, con mucho césped, unos álamos plateados que ha habido que podar de altos que eran y hasta una piscina comunitaria que en invierno no se ensucia. Desde mi terraza veo las de mis vecinos, con sus jardineras bien alineadas, sus tumbonas y sus armarios-trastero. Permanentemente colgadas de las barandillas lucen algunas estelades. Las primeras aparecieron por Sant Jordi del 2012 y ya no se fueron. No eran muchas, pero ahí estaban en casi una de cada diez balcones.

Coincidiendo con las elecciones autonómicas avanzadas del otoño de ese mismo año, me pareció que colgaban algunas más. Todas con su estrella para arriba y de dimensiones idénticas, sujetas a las barandillas con una cinta en cada extremo. Quizá compradas en el oportunismo de los todo a cien chinos, quizá en una tienda del barrio que por aquellas mismas fechas apostó fuerte por el merchandising indepe y que hace pocos días, sin previo aviso, apareció cerrada y con su pequeño aparador vacío.

Yo jamás he colgado una estelada en mi balcón. Cuando llegaban los Sant Jordi sacaba una senyera cuatribarrada para honrar a nuestro aguerrido patrón, que, pasada la onomástica, era devuelta a su cajón, de donde no volvía a salir hasta el año siguiente. En las diades no la colgaba: nunca estuve del todo seguro de por qué celebrábamos una derrota en una antigua guerra de significado incierto. Por eso mi sorpresa -que creo que compartía buena parte de la ciudadanía más sensata- fue considerable al ver proliferar banderas secesionistas con motivo de los últimos 11-S y, no digamos, a medida que se acercaba el incalificable episodio del 9-N. A las que colgaban desde los anteriores Sant Jordi, ya algo descoloridas, se sumaron unas cuantas más, estrenadas con motivo del último otoño para soñar. A buen seguro, mis vecinos conversos izaron las estelades en sus balcones convencidos de que, finalmente, tras un presente de recortes y de desconcierto moral, veríamos un horizonte de esperanza y lleno de oportunidades gracias al trazado de nuevas fronteras y a unos carnets de identidad lingüísticamente normalizados.

Así pues, sin alcanzar, ni mucho menos, la mayoría simple de balcones, mi patio de manzana lucía medio año atrás un número considerable de baluartes soberanistas, expresión inequívoca de que algunos de mis vecinos se posicionaban a favor de acudir a la llamada de las falsas urnas. Tras el fiasco del simulacro de referéndum, el panorama de los balcones abanderados empezó a cambiar. El primer síntoma consistió en algunas bajas que situé más o menos en el 6º 1ª del edificio que se alza a mi derecha, el 4º 2ª de la escalera izquierda y el 3º 1ª de la fachada central que da a norte. Eran de las más nuevas, y con su desaparición se hizo más patente que las restantes, las más insistentes, mostraban signos de deterioro y desencanto: desteñidas, deshilachadas y francamente sucias. A mediados de diciembre, el bajón del Barça y las fiestas navideñas hicieron hueco a otras noticias en los monocordes medios públicos, y las insignias de la incapacidad política se fueron degradando al son de las disputas que resquebrajaron el imposible conglomerado de partidos soberanistas. Algunas colgaban ya de una sola de sus cintas de amarre y ondeaban arrugadas sobre sí mismas: una metáfora de lo que ocurría en muchas conciencias.

Las pocas estelades que sobreviven en mi patio de manzana en este inicio de primavera tienen un aspecto lamentable: sus colores desleídos tienden al gris ceniza y la tela cede en sus bordes deshilachados. Me extraña que mis vecinos independentistas no las renueven. En su lugar, yo no permitiría que tales símbolos patrióticos perdieran vistosidad al son de la meteorología y las terceras vías, cada vez más autorizadas. A lo mejor es que se han hecho desafectos al procés a golpe de realismo y prudencia. Sería lo normal. Los subidones emocionales suelen dar paso a tiempos de reflexión; tiempos para el humor y la distancia; tiempos para reconciliarse con los familiares o amigos más exaltados con los que habíamos dejado de vernos.

Además, los mandarines andan a la greña y los ciudadanos sospechan que detrás de las proclamas por liberarnos del yugo celtíbero y de tanto exigir el derecho a nuestro destino como cuerpo místico no hay más que un patio de mi casa que no es particular porque cuando llueve se moja como los demás. Mal momento para los bazares chinos y para los mercadillos de gadgets y pegatinas secesionistas. De todas maneras, se acerca otro Sant Jordi y quién sabe si, como a muchos nos parecería deseable, volverán a ondear por unos días senyeres razonables con eclipse de estrella.

El Periodico, 13 de abril de 2015