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“Los españoles, a los catalanes, ¿nos quie­ren, no nos quieren…?”. A mí, la verdad, siempre me ha costado entender esa pregunta. ¿Qué significa amor aplicado a grupos de miles, millones de personas? Nosotros, los catalanes, ¿amamos a los riojanos?

Parecía que la situación política en Catalunya se estaba calmando y que íbamos a poder pensar en otras cuestiones en las que nos jugamos mucho: el futuro del euro, la sa­nidad universal, lo que ha pasado en Gre­cia, el recurso contra la ley del aborto so­bre el que debe pronunciarse el Tribunal Constitucional, la Lomce, el cambio cli­mático… Pero no. Con elecciones catala­nas a la vista, ha vuelto el monotema. Y una de sus manifestaciones es la eterna pregunta, que aparece nuevamente en ar­tículos, cartas al director, redes sociales: “Los españoles, a los catalanes, ¿nos quie­ren, no nos quieren…?”.

A mí, la verdad, siempre me ha costado entender esa pregunta. ¿Qué significa amor aplicado a grupos de miles, millones de personas? Nosotros, los catalanes, ¿amamos a los riojanos? Las médicas, ¿aman a sus pacientes? ¿Aman los jueces a los abogados? ¿Y qué decir de la empresa que nos suministra la electricidad? ¿Nos ama o nos instala el contador interesada­mente, por dinero? Lo mismo soy muy ra­ra, pero a mí, como ciudadana, me dan igual los sentimientos: me importan los derechos y las obligaciones. Del amor ya me ocupo yo sola –gracias– en mi vida pri­vada. Tampoco defiendo a ningún colecti­vo: ni a las/os catalanas/es, ni a las/os es­pañolas/es, ni a las mujeres, como tales: lo que quiero es lo más justo para todas/os.

Por supuesto, si un colectivo es discri­minado, hay que defenderlo contra esa discriminación, pero en nombre de los valores –de la libertad, la igualdad, la dig­nidad–, no de los sentimientos. Si el siste­ma de financiación, el recurso de anticonstitucionalidad o el mapa ferroviario no son equitativos ni eficientes, si favo­recen ciertos intereses en detrimento de otros, revisémoslos, pero no digamos, como se lee aquí y allá, que “los españoles nos odian” y por eso “nos expolian”, “no nos dejan votar” o “boicotean el corredor mediterráneo”. Que azuzar las emociones nacionales es un recurso fácil y tentador, pero inútil en el mejor de los casos, como en Grecia, y en el peor, peligrosísimo, como en otros ejemplos que están en la mente de todos. Que berlusconizar la política sólo conviene a quienes quieren manipularnos, cosa mucho más fácil apelando a las vísceras que a la inteli­ gencia. Y que en una hora crucial como la que se nos presenta tenemos cosas más importantes que hacer que deshojar margaritas.

La Vanguardia, 30 de julio de 2015