Es un sino inexorable: cuantas veces se ponga sobre la mesa de la política catalana el tema de la independencia de Catalunya, las fuerzas políticas catalanistas -excepción hecha de aquella que ha sido independentista desde siempre- se fracturarán. La razón es clara: la sociedad catalana está dividida en este tema capital -a derecha e izquierda- por razones muy diversas, ideológicas y de interés, todas ellas respetables. Ni más ni menos que las razones contrarias.
La fractura comenzó por el PSC. Lógico, el PSC era la pieza más delicada del sistema de partidos catalán por su carácter de partido bisagra, es decir, por ser el partido que -continuando la espléndida tarea del PSUC- integró en la vida política catalana a buena parte de la inmigración española. El PSC ha sido determinante para la consecución de la prolongada y fecunda paz civil que ha presidido durante décadas la vida catalana, hasta el punto de que algunas de las políticas impulsadas durante estos años hubieran sido de imposible implantación sin la apuesta decidida del PSC por una opción catalanista y de progreso. Ha sido un partido fundamental. Tanto como CiU. Sin olvidar que el PSC ha sido además, gracias al impulso encarnado por Pasqual Maragall -el político catalán de esta etapa que quizá deje mayor huella en la historia-, la fuerza política que ha proyectado Barcelona al escenario internacional. Todo ello es historia, pero esta sigue y el hueco dejado por el PSC lo están ya llenando otros. Y aquel de ustedes que lo dude, que mire los resultados de CiU en las últimas elecciones en el área metropolitana de Barcelona.
La fractura ha alcanzado luego a los demás partidos catalanistas. Latente en Iniciativa, ha estallado en Unió. El posibilismo -que es consustancial en los democristianos- había preservado la unión mientras el independentismo convergente se desenvolvía en la indefinición que ha sido también marca de la casa. Pero cuando la apuesta independentista de Convergència ha llegado hasta el final, es decir, hasta la ruptura de la legalidad que implica una declaración unilateral de independencia (acordada en la última hoja de ruta suscrita por Convergència y Esquerra), Unió ha tenido el coraje de desligarse de esta opción maximalista y optar por presentarse en solitario a las próximas elecciones en defensa de un proyecto catalanista que excluya la ruptura traumática con el resto de España.
¿Y Convergència? No se fracturará porque va a ser llevada antes al desguace, diluyendo lo que quede de ella en unas listas que, tanto si son del president como si son con el president, no significarán otra cosa que el descenso de una opción institucional a otra personalista. En todo caso, un sucedáneo del frustrado proyecto de una “lista única”, auspiciada por algunos con más talante místico -la mística de la unidad- que sentido de la realidad. Porque puede que Convergència y Esquerra sean nacionalistas con idéntico voltaje, pero son muy diversas en todo lo demás, comenzando por su respectivo sustrato social. Difieren los autores en el origen último de la deriva independentista de Convergència. Algunos atribuyen la responsabilidad al president Pujol, mientras que otros la descargan en los “jóvenes leones” (los señores Homs, Rull, Turull, Corominas¿) que han constituido la guardia de corps del president Mas, de un perfil nacionalista originario mucho más tenue.
En todo caso, ha llegado la hora de la verdad. El 27 de septiembre los catalanes tendremos que tomar una decisión que afectará de manera inmediata y decisiva a nuestras vidas y a las de nuestros hijos, a nuestros intereses y a nuestros proyectos. Por tanto, ya no es tiempo de hablar ,sino de realizar todas aquellas operaciones que definen un paisaje antes de la batalla -democrática- que implica una consulta plebiscitaria, y la del 27-S lo es. En primer lugar, agrupar los efectivos de que cada una de las partes enfrentadas dispone. En segundo término, alinear a los contendientes con unos programas claros y sencillos que definan las respectivas posiciones, así -por ejemplo- concretando si se apuesta o no por la ruptura unilateral de la legalidad, lo que implicaría -no se olvide- un acto de fuerza. Y, por último, consumado el enfrentamiento que no se ha sabido evitar mediante un pacto, esperar la decisión de las urnas, que cuantificarán de manera inapelable el respaldo popular a las distintas opciones.
Pudo haber sido de otra manera. Sí, pero ha sucedido así. Huelgan lamentos. Y es aconsejable embridar los sentimientos, domeñar la lengua y enfriar los ánimos. Porque vienen tiempos duros. ¿Qué pasará el día siguiente a las elecciones, el 28-S? No lo sé. Puede que haya cristalizado una decisión clara, sea en el sentido que sea, y a ella habrá que atenerse. Y puede que el mosaico se haya roto, en cuyo caso, ¿quién recogerá los trozos? Se verá. Pero, como me dijo una amiga -hace ya demasiado tiempo- en una ocasión para mí memorable, “tranquilo, los trenes siempre siguen funcionando”. Aunque a veces -no acerté a decirle- alguno descarrila.
La Vanguardia, 27 de junio de 2015