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Seamos claros: la unidad no es un fetiche, sino un instrumento. O, con más realismo: es una hipótesis de avance de las izquierdas frente a la certeza de que la dispersión confrontada siempre ha perjudicado a la sociedad. Existe una oportunidad de proponerse en los hechos concretos una regeneración institucional a través de esa unidad en la diversidad de las izquierdas en la vida local y autonómica

Si un amplio sector de las izquierdas entiende la necesidad de entenderse –digámoslo con claridad, de pactar–  como una necesidad política, y no como una patología, podría abrirse un nuevo itinerario (no sé si un ciclo) nuevo en nuestro país. Ello implicaría aceptar que los intereses de cada fuerza política deberían estar orientados a la gradual solución de los problemas, viejos y nuevos, de la ciudadanía. Si, no obstante, las izquierdas se orientaran a desvincular sus intereses de lo que conviene a la gente, volverá a reproducirse la geometría de las líneas paralelas. Las izquierdas deben pactar con un primer objetivo: limpiar la pocilga en los cerca de quinientos ayuntamientos  y en las autonomías que ha perdido el Partido Popular. Para ello está el zotal y otros productos a convenir, también de manera pactada. La valenciana Mónica Oltra, otra gran protagonista del reciente proceso electoral, ha dado en la tecla: las líneas rojas no están en las personas sino en el qué. Y en ese «qué» hacer está la madre del cordero; a partir de ello está el «quién». O lo que es lo mismo: qué proyecto factible se pacta y quiénes lo llevan a la práctica en un trayecto razonable.

Entiendo que limpiar la pocilga y poner en marcha un proyecto con su debido trayecto no deberían ser vistos como algo de corto recorrido y vía estrecha. Porque los problemas –los pendientes y los que van apareciendo– que deben irse solucionando son de una enorme envergadura; porque ninguna fuerza, por separado, puede abordarlos;  porque esas soluciones no pueden ser un zurcido de retales inconexos; porque las resistencias siguen siendo muy poderosas.

No entiendo que ese proyecto sea el resultado de un sincretismo para salir del paso, sino un instrumento para –por decirlo con Gramsci–  generar hegemonía in progress. También como justa correspondencia a un amplio sector de la ciudadanía que, como hemos dicho en otro lugar, le ha cogido gustillo al cambio. Para abordar algo de tanta relevancia como que «la democracia, que fue antaño fuerza de cambio, se ha convertido últimamente en fuerza de conservación e, incluso, de retroceso como signo evidente de su decadencia y vaciamiento», según afirma responsablemente mi amigo Riccardo Terzi (1).

En resumidas cuentas, un proyecto que reconstruya a lo largo de ese trayecto un gran trabajo de mediación, capaz de rehacer los canales de comunicación entre el espacio social y la esfera institucional. Lo que obviamente tampoco puede hacerlo nadie por separado y menos todavía yendo a una greña que desmotiva y aleja a la ciudadanía. Por supuesto, no estamos refiriéndonos a una Arcadia feliz de la izquierda, porque todo ello generará conflictos entre las fuerzas de izquierda, entre ellas y la ciudadanía y en el interior de la misma sociedad civil. Pero tales problemas, incluso lo más ásperos, no deben ser el punto de llegada, sino el de partida. Es más, tales litigios deben ser observados como acicate estimulante, nunca como una patología definitiva.

Seamos claros: la unidad no es un fetiche, sino un instrumento. O, con más realismo: es una hipótesis de avance de las izquierdas frente a la certeza de que la dispersión confrontada siempre ha perjudicado a la sociedad y, muy en especial, al mundo del trabajo heterodirigido. ¿Es necesario poner ejemplos para ablandar la mollera de las enemistades de la unidad? De la unidad de acción de las izquierdas, porque hablamos de ello y no de la unidad orgánica de ellas.

Estamos hablando de una unidad no idílica sino probablemente conflictiva, ya se ha dicho. Pero esos conflictos no pueden partir de la exigencia de A para que B sea como A plantea, sino de qué manera, siendo cada cual como es, convengan qué proyecto con su trayecto pueda hacer avanzar a la  sociedad y a todas las fuerzas de izquierda. Lo que no excluye, naturalmente –¡faltaría más!–  que cada formación luche por su espacio y tesoneramente lo defienda y amplíe.

En resumidas cuentas, existe una oportunidad de proponerse en los hechos concretos una regeneración institucional a través de esa unidad en la diversidad de las izquierdas en la vida local y autonómica. Y una irrupción vital de las energías vitales de la sociedad que, repetimos, le ha tomado gusto al cambio, no entendido como una mano de pintura, sino como una garlopa reformadora de las grandes patologías sociales e institucionales. Las izquierdas, mediante una emulación de cada cual frente a las otras, no puede desperdiciar esta oportunidad: los vuelos gallináceos no sólo no solucionarán anda sino que provocarán un enorme desperdicio. Una ocasión que fatalmente se ha perdido nuestro querido Manuel Ramón Alarcón.

Blog Metiendo bulla, 27 de mayo de 2015