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El clima político de la contienda electoral

Tras cuatro años de una Presidencia muy divisiva y de una gestión completamente ineficiente de la pandemia de la Covid-19 y de la consiguiente crisis económica y social, Donald Trump no hizo más que protagonizar una tensa y polarizada campaña, para sostener tras las elecciones que éstas habrían sido fraudulentas porque no las habría ganado. En este sentido, no puede ser mayor el contraste entre un Trump agresivo y conspiranoico y un Joe Biden moderado y respetuoso de las reglas del juego. Uno de los legados más negativos del trumpismo ha sido el de exacerbar al máximo la polarización del país, siendo más alta que nunca desde la guerra de secesión la separación entre Demócratas y Republicanos. Sea cual sea el resultado definitivo tras los recursos judiciales puestos en marcha por Trump, la mitad del país se declarará insatisfecha: si se confirma la cada vez más evidente victoria de Biden, el relato trumpista del fraude será asumido por muchos conservadores, mientras que, si de forma inverosímil, Trump pudiera verse revalidado por los jueces, los electores progresistas no sólo rechazarán la legitimidad de su continuidad, sino que abominarán definitivamente de un sistema electoral del todo anacrónico en el que priman los territorios (los Estados) por encima de los ciudadanos. En cualquier caso, la polarización y el bloqueo se han convertido ya en un elemento estructural del panorama político de los EUA.

Cuatro años de una Presidencia errática, autoritaria e ineficiente han inclinado al final la balanza en favor de los Demócratas, pero no se ha producido una avalancha Biden y Trump ha resistido sorprendentemente bien; es decir, no se ha producido un resultado tan abultado como el de la victoria del Demócrata Lyndon Johnson frente al Republicano Barry Goldwater en 1964: 61.0% frente a 38.4 %. La clara victoria de los Demócratas en 2020 ha sido, en realidad, algo más apurada de lo esperable pues un Presidente tan manifiestamente ególatra, divisivo e ineficiente debería haber sido derrotado mucho más fácilmente. Los Demócratas apenas consiguieron que votantes Republicanos moderados abandonaran a Trump precisamente por el tan alto clima de confrontación y polarización existente hoy en la política de los EUA; de ahí que el Presidente saliente haya sido capaz de mantener no sólo la fidelidad de sus votantes de 2016, sino incluso de captar a nuevos electores conservadores. En suma, la clave de su derrota ha sido la enorme movilización final de los votantes, lo que acabó beneficiando a los Demócratas.

Los resultados

El primer dato destacable es el de la tan alta participación, inusual en los EUA, pues, en efecto, votó cerca del 67% de los registrados (unos 150 millones de ciudadanos), un porcentaje que no se alcanzaba nada menos que desde 1900. Al mismo tiempo, fue espectacular el número de ciudadanos que votaron por correo o anticipadamente, por los riesgos de la pandemia, al hacerlo cerca de cien millones. Los resultados provisionales indican que Biden habría obtenido unos 76 millones de votos (51%) y Trump unos 71 (48%), el primero unos seis más que los obtenidos por Hillary Clinton (48%) en 2016 y el segundo unos siete más que en ese año (46%). En términos de compromisarios presidenciales- a falta del conteo definitivo de unos pocos Estados-  Biden habría superado ya claramente la cifra mágica de los 270 que otorgan la mayoría en el Colegio Electoral. En el Congreso los resultados de los Demócratas han sido inferiores a los esperados: conservan la mayoría absoluta en la Cámara de Representantes, pero con pérdidas, quedando en tablas la situación del Senado pues en Georgia habrá que hacer una segunda vuelta el 5 de enero de 2021 ya que ningún candidato alcanzó el 50%. Si en esa convocatoria ganaran los Demócratas el resultado sería 50/50, desempatando entonces la Vicepresidencia del país, pero si se impusieran los Republicanos la correlación sería de 52 a 48 en favor de ellos.

Como en 2000 y en 2016, una vez más ha quedado claro el anacronismo del sistema electoral presidencial de los EUA, una herencia histórica desfasada. Además del absurdo sistema indirecto de elección del Presidente a través de compromisarios estatales que forman el Colegio electoral de 538 miembros, el escrutinio siempre se complica por la acumulación de consultas que incluyen, además de diversos cargos representativos, a veces referéndums locales. Casi ningún Estado puede ofrecer los resultados el mismo día de los comicios y, en esta convocatoria, se tardó cuatro días en saber que Biden había superado los 270 compromisarios. El sistema es lento, pero garantista, porque primero se procesan los votos presenciales del 3 de noviembre, después los anticipados y, por último, los enviados por correo, más que nunca en esta ocasión. Puesto que los Demócratas han hecho mucho más uso de esta última modalidad que los Republicanos, no puede sorprender que los primeros resultados sobre voto presencial tendieran a favorecer a los segundos, tendencia que se revertió en la mayoría de los casos al contarse los votos por correo. El caso que puede suscitar mínimas dudas es el de Pensilvania donde se ha acabado imponiendo Biden por escaso margen- por cierto, no es el único en este sentido- ya que su ley electoral autoriza a contar los votos enviados por correo hasta tres días después de la convocatoria, siempre que el matasellos certificado confirme que el elector usó esta vía antes del día de las elecciones. El Tribunal Supremo (TS) estatal avaló en su día esta fórmula, pero eso acabará en el TS Federal. Por cierto, Carolina del Norte permite contar los votos recibidos tras el 3 de noviembre durante nueve días más, siempre que el matasellos de correos confirme que el elector envió su papeleta no más tarde del día de la votación presencial: en este caso, Trump no ha impugnado porque los resultados en ese Estado le han sido favorables. Lo mismo ha ocurrido en este sentido en Nebraska, Dakota del Norte y Montana donde Trump no ha recurrido al haber ganado.

La disparidad sobre el diseño de los distritos, las modalidades de voto, los plazos o los requisitos burocráticos para registrarse resulta cada vez más disfuncional. Lo que viene ocurriendo desde 2016 exigiría unificar criterios electorales en todo el país y crear una verdadera Administración Electoral Federal- al modo de nuestra Junta Electoral central- para evitar que las elecciones presidenciales sean, en realidad, cincuenta estatales y no una elección nacional. El actual modelo fragmentado por Estados está desequilibrado pues prima a los territorios por encima de los ciudadanos y, a veces, ha producido el distorsionador efecto de otorgar la victoria (en compromisarios) al candidato con menos votos populares. Como en 2016, la clave ha estado en los famosos swings states, sobre todo Michigan, Pensilvania y Wisconsin, pero también en Arizona y Nevada. Trump se ha hecho con el control de mitad del Sun belt (Texas y Florida) y del Mormon belt (Utah), pero no de todo el Bible belt (se le ha escapado Georgia, aunque es un Estado en disputa) y, sobre todo, ha retrocedido en el Rust belt que fue clave en la anterior contienda. En estos Estados Biden se ha impuesto en Michigan, en Wisconsin y- en principio- también en Pensilvania, aunque Trump haya conservado Indiana y Ohio. El Presidente saliente mantiene la fidelidad del Sur profundo: Alabama, Misisipi, Luisiana y Arkansas, donde la derecha es imbatible. En suma, se confirman las grandes tendencias de fondo del comportamiento electoral estadounidense: los Demócratas se imponen en Nueva Inglaterra, la Costa del Pacífico y la mayor parte de los Estados de los Grandes Lagos, mientras que los Republicanos siempre ganan en casi todo el Middle West y en el Sur. Las minorías (negros y latinos) y las grandes ciudades son de claro sesgo Demócrata, mientras que los Republicanos retienen la mayoría del voto blanco y rural.

En % Trump Biden
Mujeres 43 56
Hombres 49 48
Jóvenes 35 62
Ancianos 51 48
Blancos 57 42
Blancos con estudios 32 66
Blancos sin estudios 49 48
Negros 13 87
Latinos 32 66
No blancos con estudios 27 71
No blancos sin estudios 26 72

 

Sobre las encuestas el resultado es ambivalente porque no han fallado tanto como se supone: de entrada, hay que hacer algunas precisiones puesto que aquellas no son profecías, sino retratos de un momento, además no todos los encuestados revelan sus verdaderas preferencias y, por último, no todas las muestras son suficientes y algunas empresas de sondeos son deficientes o tienen sesgo ideológico según quién las financie. Las encuestas serias de empresas rigurosas han acertado bastante a nivel federal, pero fallaron mucho en algunos Estados: por ejemplo, en Wisconsin daban una ventaja de 8-10 puntos a Biden y éste sólo ganó por menos de un punto. Seguramente muchas encuestas subestimaron la fuerza social de Trump y el éxito de sus mensajes simples y emocionales.

Trump y los “suyos”

Más allá de la esperpéntica personalidad de Trump, que provoca rechazo frontal instintivo en la mitad de los votantes del país (los liberals), las claves de su derrota han sido su pésima gestión de la pandemia (diez millones de infectados y 240.000 muertos) y la recesión económica (caída del 9.5%). Es muy probable que sin estos dos factores Trump hubiera ganado y, en cualquier caso, ha sido fiel a su estilo: antes de la convocatoria ya dejó claro que o él era el vencedor o las elecciones habrían sido fraudulentas, sin aportar prueba alguna. Es de todo punto insostenible argumentar que los votos por correo son ilegales puesto que están previstos por la normativa, siempre se han utilizado y los mecanismos de control son estrictos. En sus palabras: “si cuentas los votos legales, gano fácilmente; si cuentas con los ilegales, intentan robar la elección”. Todos los bulos sobre supuestas irregularidades que circularon en las redes fueron desmentidos por los medios serios: por ejemplo, es rotundamente falso que los observadores Republicanos no pudieran acceder al escrutinio en algunos colegios electorales.

Toda la estrategia de Trump a la hora de impugnar se ha concentrado en los Estados en los que Biden se ha impuesto por estrecho margen (Pensilvania, Georgia, Michigan, Arizona y Nevada) pues su propósito es el de bloquear el proceso de confirmación de Biden por el Colegio Electoral. Su avalancha de recursos (de entrada, más de 300 e impulsados, entre otros , por Rudi Giuliani) trata de prolongar la parálisis, al menos hasta el 8 de diciembre con objeto de que algunos Estados no puedan proclamar oficialmente a sus compromisarios y en este sentido puede abrirse un escenario inquietante- con tintes golpistas– si las Legislaturas estatales controladas por los Republicanos deciden nominar no a los compromisarios elegidos, sino a los que ellas decidan; aunque esto abriría una crisis política y constitucional nunca antes vista. En todo caso, Trump cuenta con el apoyo del Fiscal General, William Barr, que se ha entrometido de manera inusual en este asunto que es de competencia estatal, y ha provocado la dimisión de Richard Pilger, responsable de los delitos electorales, contrario a tal intervención federal “preventiva” y carente de base.

Se trata de una estrategia preparada de antemano que, pese al tan alto coste en términos de credibilidad democrática para el país, Trump está dispuesto a impulsar. En realidad, es imposible el fraude electoral masivo y eventuales errores marginales y muy raros- que también se han producido en ocasiones anteriores- jamás han alterado el resultado final. Por lo demás, estas acusaciones sin fundamento han desagradado profundamente al personal administrativo encargado del conteo al ponerse en duda su honorabilidad y profesionalidad y lo más interesante es que ni los Gobernadores Republicanos ni los Secretarios de Estado de ese partido han visto irregularidades dignas de mención en las votaciones de sus territorios. En los EUA el escrutinio es lento precisamente porque es muy garantista y porque hay que procesar millones de papeletas que incluyen muchas más cuestiones que las elecciones presidenciales. Los Estados tienen hasta el 8 de diciembre para resolver las impugnaciones y el Colegio Electoral debe reunirse el 14 de diciembre para decidir.

En el colmo del descaro y del oportunismo político hay que señalar que activistas trumpistas fanáticos exigieron parar el conteo en las circunscripciones en las que no le iba bien a Trump y no pararlo allí donde iba avanzando. Una absurda contradicción que, además, vulnera el derecho de participación en el caso de solicitar que no se sigan contando votos: ningún Tribunal ordenó paralizar el escrutinio al no haber la menor base para ello. Es inaudito un líder que antes de las elecciones anuncie que no aceptará una derrota: “ganar es fácil, perder, no. No para mí”. Un político incapaz de asumir su derrota se desautoriza como demócrata y muestra un profundo iliberalismo con pulsiones autoritarias. La propia OSCE calificó de “perturbador” el comportamiento de Trump y es que se trata de la primera vez que un Presidente se niega a reconocer los resultados, algo antes inimaginable: Richard Nixon en 1960 y Al Gore en 2000 acabaron aceptando su derrota por lealtad institucional al país. Salvando ciertas distancias, Trump es comparable a Silvio Berlusconi, con la diferencia de que éste sí aceptó sus derrotas electorales.  En suma, se trata de un líder populista autoritario, nacionalista proteccionista, iliberal, unilateralista y negacionista climático y de la pandemia; todo ello además de racista, xenófobo, misógino, homófobo, narcisista y, por cierto, evasor fiscal, además de mentiroso compulsivo (The Washington Post ha calculado un promedio de 15 mentiras diarias a lo largo de su mandato). Este estilo y este comportamiento, impropios de un político democrático, tiene además consecuencias potencialmente graves puesto que alienta a grupúsculos de extrema derecha: milicias armadas intimidaron en Phoenix y el FBI desbarató un complot para asaltar el Parlamento de Michigan y secuestrar a la Gobernadora del Estado, Gretchen Whitmer.

Ante todo esto, hay que intentar explicar el porqué del gran apoyo popular del que goza Trump pues ha quedado claro que el resultado de 2016 no fue un accidente pasajero: los progresistas tienen que analizar a fondo por qué el populismo reaccionario tiene tanta fuerza social. Desde el mito de que Trump no es un “político” hasta su habilidad demagógica a la hora de explotar la rabia y el descontento. El votante conservador de los EUA está ideologizado, pero también es pragmático: sabe que Trump es un inmoral en su vida privada, pero ahora está contra el aborto y el matrimonio gay (por eso las Iglesias evangélicas lo apoyan); es cierto que no ha sabido afrontar la pandemia, pero quiere anular el “Obamacre” que incomprensiblemente es visto por una gran parte de la derecha como una fórmula  socialista; apenas ha ampliado el muro fronterizo con México – país que tampoco lo ha costeado- , pero ha endurecido la política migratoria; evade impuestos, pero anuncia rebajas generales (en realidad, sólo lo ha hecho  para las grandes fortunas); no ha reconstruido el Rust belt desindustrializado, pero defiende el proteccionismo ( su famosa consigna America, first). Por tanto, hay una combinación de narrativa exitosa y políticas (o anuncios de las mismas) que “suenan” bien a sus electores. En otras palabras, Trump tiene detrás a un electorado rocoso e impermeable a la argumentación que asume que sea un Presidente divisivo, no consensual y que no cumple con muchas de sus promesas, pero el error de los Republicanos es quedarse ahí y ser incapaces de atraer a tantos centristas que, al final, han optado por Biden.

No deja de ser una paradoja que bastantes votantes Republicanos estén personalmente a favor de una mayor asistencia sanitaria pública o de incrementar el salario mínimo, pero, al final, lo más determinante es que se imponen prejuicios ideológicos. Es el rechazo visceral del progresismo, el feminismo, el ecologismo o el movimiento Blck Lives Matter lo que funciona pues la mayoría de los votantes conservadores se aferra a los “suyos”, con independencia de lo que hagan. Las evidencias empíricas de la pésima gestión de muchos de los intereses de los “suyos” no sirven puesto que predominan la lealtad tribal y el rechazo a los “otros” (los Liberals) para que no venzan. Un Presidente que miente por sistema, tiene una vida privada plagada de escándalos y evade impuestos en el pasado hubiera sido fulminado en los EUA (basta pensar en Gary Hart que arruinó su carrera política por una simple infidelidad en 1987); si esto no ocurre hoy es todo un inquietante síntoma de estos tiempos populistas.

Al mismo tiempo, es bastante asombrosa la abducción del partido Republicano por Trump: el partido no elaboró su propia platform (programa) para adaptarse a las conveniencias y prioridades de aquél, una opción claramente cortoplacista. Por tanto, Trump ha moldeado el partido Republicano a su imagen y son muy escasos los miembros que se han atrevido a distanciarse. No obstante, cuando las cadenas ABC, CBS y NBC interrumpieron la transmisión en directo de Trump por las manifiestas falsedades que estaba diciendo (hubiera sido mejor no cortar y luego rebatir con contundencia), la propia FOX- siempre incondicional con los Republicanos- mantuvo una actitud mucho más distante frente al Presidente, a la vez que los medios del conservador Rupert Murdoch le han pedido que reconozca de una vez su derrota. Algunos Republicanos sí se han desmarcado, sobresaliendo Mitt Romney y Bush jr que felicitó a Biden, pero la gran mayoría sigue con Trump por razones electorales (Mac Connell se juega la Presidencia del Senado en enero de 2021).

Crisis y perspectivas

Trump está causando objetivamente un profundo daño a la democracia estadounidense al negar la legitimidad de su proceso electoral. De un lado, destruye la confianza en las instituciones, y de otro, hace un inesperado regalo a los autócratas de todo el mundo que ahora podrán acogerse al argumento de que los EUA no pueden dar lecciones de democracia. Por tanto, el “patriota” de Trump ha deteriorado el prestigio y la reputación mundial de los EUA como país democrático y ha sometido a la sociedad a un estrés injustificado. En este sentido, debería haber aprendido de un conservador como Nixon que, en 1960, aceptó su derrota por la mínima frente a John Kennedy: “nadie roba la Presidencia de Estados Unidos. Nuestro país no puede permitirse la agonía de una crisis constitucional”. Por tanto, es urgente superar la actual situación para vencer, al menos en parte, al populismo autoritario y esta va a ser la mayor prueba sobre la solidez institucional de los EUA.

Lo preocupante es que, aunque Trump desaparezca, el trumpismo permanecerá pues refleja los profundos cambios de la sociedad en el mundo actual, en la fase tan confusa y compleja que se está viviendo en el mundo. En estas circunstancias, será muy difícil, pero a la vez insoslayable, intentar revertir el legado trumpista: Biden tiene que hacer valer el enorme apoyo que ha recibido (supera en más de cinco millones de votos a su adversario), el mayor en la historia de los EUA, y puede hacerlo porque es todo lo opuesto a Trump, empezando por el respeto de las reglas del juego y del Estado de derecho. Aunque el TS Federal le obstaculizará (Trump ha colocado a tres jueces conservadores que se suman a otros tres anteriores, con lo que la minoría progresista se ha reducido a tres) y también el Senado- salvo que en enero de 2021 los Demócratas ganen en Georgia-, Biden dispondrá de instrumentos ejecutivos importantes para corregir las peores políticas de Trump. Por tanto, al margen de las disparatadas descalificaciones que los reaccionarios hacen de Biden al presentarlo como una marioneta en manos de la extrema izquierda, su orientación moderada a la vez que progresista se orientará a abordar los grandes desafíos del momento: lucha enérgica contra la pandemia, profundizar la reforma sanitaria, iniciar la recuperación económica, afrontar el cambio climático, combatir el racismo y restablecer el multilateralismo en política exterior. Un programa difícil de implementar, pero esperanzador para los EUA, para Europa y para el mundo.

Cesáreo Rodríguez-Aguilera

Catedrático de ciencia Política

Universidad de Barcelona

Fuentes

Este artículo se ha cerrado el 15 de noviembre de 2020 cuando aún no son definitivos los resultados y el conteo no ha concluido al 100% en unos pocos Estados. Por esta razón, se ofrecen sólo cifras redondas de votos, si bien la tendencia general de la votación en favor de Biden parece claramente incontestable. Se han consultado a diario los periódicos El País y La Vanguardia desde el 3 de noviembre de 2020 hasta el 13 del mismo mes.

  • Brown: “EEUU: la base social del trumpismo”, Sin Permiso, 7 noviembre 2020.
  • Iber:” EEUU: la creciente complejidad del bipartidismo electoral”, Sin Permiso, 8 noviembre 2020.
  • Krastev y S. Holmes: La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría, pero perdió la paz, Debate, Barcelona, 2019.
  • Lane Scheppele: “Por qué las elecciones presidenciales de Estados Unidos aún no han terminado”,Agenda Pública, 8 noviembre 2020.
  • Levitsky y D. Ziblatt: Cómo mueren las democracias, Ariel, Barcelona, 2020.
  • Morillas: “Trump vs. Biden: ¿Canvi de líder per a un país en canvi?”, Notes Internacionals CIDOB, 236, noviembre 2020.
  • Moreno: “Trump y la política del arramble”, Catalunya Press, 2 octubre 2020.
  • Norris y R. Inglehart: Cultural Backlash. Trump, Brexit, and Authoritarian Populism, Cambridge University Press, id., 2019.
  • Ornstein: “Yes, Polarization is Asymmetric- and Conservatives Are Worse”, The Atlantic, 19 junio 2014.
  • Rodríguez-Aguilera: “Un sistema electoral anacrónico”, Agenda Pública, 2 noviembre 2020.
  • Savage: “EEUU: La era Trump ha terminado. ¿Vuelta a 2015?”, Sin Permiso, 8 noviembre 2020.
  • Tomasky: If we can keep it: How the Republic collapsed and how it might be saved , Liveright, Nueva York, 2019.Artículo publicado por la Asociación para las Naciones Unidas en España en noviembre 2020