Los días 4 y 5 de diciembre, una comisión de Federalistes d’Esquerres viajó Bruselas para conocer una de los principales íconos de la democracia en Europa: el Parlamento Europeo. Nada más aterrizar en la capital belga ―que desde la década del 50 es el punto en que convergen las grandes discusiones políticas del continente con la creación de la Unión Europea Occidental―, la señalética y cartelería siempre en flamenco y francés conviviendo orgánicamente abría poco a poco la inspiración que solo la diversidad cultural puede generar. Bruselas es una ciudad que hoy acoge a más de 180 nacionalidades, y eso se siente en el aire.
Y, entonces, el Parlamento. Saltando los detalles de la inmensa e imponente estructura que alberga al hemiciclo, que bien quedarían en un artículo sobre arquitectura, resultaba sobrecogedor pensar que allí, bajo un solo techo, se toman las decisiones más importantes del mundo. La paz o la guerra. La riqueza o la pobreza. El destino de miles de millones de personas, las de aquí y las de allá, las de ahora y las de mañana. Quizá fue ese el motivo por el que algo de la inocencia infantil brotó en el grupo, una especie de ilusión y fascinación mezclada con la visión crítica que todo adulto tiene ―o, más bien, debería tener―, provocando múltiples reflexiones y liberando más de una anécdota. El objetivo de ese primer día era reunirnos con los eurodiputados socialistas Laura Ballarín y Javi López.
Como si se tratara del teaser de una película, el Parlamentarium ofrecía como antesala una brevísima muestra de la historia de la Unión Europea, donde múltiples gráficos y números sintetizaban los hitos de esta comunidad política. A lo largo de la línea temporal que dibujaba el recorrido, se apreciaba el crecimiento de la misma, tanto en la cantidad de países que la conforman ―27 actualmente, y una representación del 5,6% de la población mundial― como en la cantidad de atribuciones que ha adquirido. Sin embargo, una de las cosas más llamativas es la capacidad de acuerdos que ha conseguido instaurar. Allí, donde 720 mujeres y hombres trabajan con origen, lengua, cultura e intereses propios, ocurre algo que para España resulta ser de otro planeta: pactar. Aunque su origen haya sido de corte económico, la Unión Europea consigue ―aún― gestionar y, de cierta manera, poner en valor la interdependencia entre sus estados miembros. Eso, en un continente marcado por las guerras, se vuelve un gran poder y, sobre todo, un gran triunfo para todas y todos.
El Parlamento Europeo es una realidad paralela. Los laberínticos pasillos del edificio visten el eslogan «juntos por la democracia» en varias de las 24 lenguas oficiales. Aquí las gentes de derechas y las de izquierdas se encuentran, dialogan y, sorprendentemente, consiguen pensar en eso que llaman «bien común». Es también un espacio en que la diplomacia y las buenas intenciones consiguen hacer efecto, facilitando políticas en pos de un mayor bienestar para millones de habitantes. Según explicó Javi López (PSC) ―que además de eurodiputado es Vicepresidente del Parlamento Europeo―, este modo de hacer las cosas es ejercer una democracia consensual regida por el principio de subsidiariedad, es decir, legislar velando por el bien de las personas, siempre valorando que la eficacia de sus acciones sea mayor a la que puedan ejercer los diferentes estados miembros individualmente. Así no extraña el alto grado de confianza con el que cuenta. Según indica el más reciente eurobarómetro, EB 102, publicado apenas unas semanas atrás, en España es de un 51%, mientras que el gobierno nacional alcanza solo un 27%. Un poco mejor le va a las autoridades locales y regionales, con un 48%. Ampliando el abanico, el informe muestra que un 69% de las personas encuestadas consideran a la Unión Europea como un lugar de estabilidad. De cierta manera, y más allá de los gritos rabiosos de algunos líderes populistas y los bulos, estas cifras revelan el verdadero aprecio por valores como el respeto a los derechos humanos y el diálogo.
«No puedes ir al Parlamento pensando en salirte con la tuya», dijo, en una postura más crítica, Laura Ballarín (PSOE). La eurodiputada señaló que, aunque la influencia de la UE es inmensa, resulta más fuerte en los países que quieren participar que en los que ya forman parte, lo que obliga a no bajar la guardia, sobre todo ante la reciente incorporación de grupos radicales de la derecha política. También apuntó la falta de una opinión pública europea, un elemento más complejo que la mera sensación de confianza, y que, según ve, es uno de los grandes desafíos que tiene actualmente la UE. «El Parlamento Europeo no tiene un déficit de democracia, sino un déficit de comunicación, de visibilidad», argumentó.
El Parlamento Europeo es una realidad paralela. Después de varias horas cruzándonos con delegaciones de diferentes orígenes, edades y sensibilidades políticas en su interior, la salida tuvo nuevamente ese aire fresco de diversidad, pero con toque más frío; más realista, quizá. Un frío ineludible que, en vez de esconder o cubrir, obligaba a despertar y mover. Un «frío» que España aún no siente.
Daniela Rojas Ovalle