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Estos últimos años, marcados por el “procés” y la severa respuesta judicial a su desafío, han dejado heridas abiertas entre catalanes, así como un poso malsano de incomprensión y desconfianza con el resto de España. Algunos consensos fundamentales, que permitieron la transición democrática y la recuperación del autogobierno, se han ido desvirtuando. La aspereza de los acontecimientos los ha resquebrajado y ahora necesitamos formularlos
de nuevo.
El acuerdo sobre la lengua fue decisivo en la cohesión de la sociedad civil durante el período de recuperación democrática. La voluntad de promover la lengua catalana, arrinconada bajo la dictadura, tenía un enorme potencial unificador. Reunía los anhelos de reconocimiento y plenitud en el uso de su lengua de la población catalanoparlante, y las aspiraciones de progreso y convivencia en igualdad de “los otros catalanes”, aquellos hombres y mujeres venidos de toda España, muchos de los cuales fueron mano de obra en las fábricas y savia de un movimiento obrero y vecinal decisivo en la conquista de las libertades.
Sin embargo, con el paso de los años y los cambios que hemos vivido, aquel impulso se fue agotando. El ascensor social dejó de funcionar. Las desigualdades se enquistaron y han ido agravándose con las sucesivas crisis. El catalán ha perdido atractivo como lengua asociada a la promesa de un futuro mejor para las nuevas generaciones. La segregación escolar ha significado, no sólo un distanciamiento según los niveles de renta, sino también una pérdida de mixtura entre alumnos catalanohablantes, castellanohablantes o hablantes de las múltiples otras lenguas que las oleadas migratorias de la globalización han llevado a Cataluña. Y mientras esto sucedía, una idea iba permeando toda una franja de la sociedad: la ensoñación de una identidad nacional catalana definida en torno a una sola lengua.

La noción de «lengua propia» fue tiñéndose de exclusión. En lugar de, simplemente, designar al catalán como la lengua conformada históricamente en un determinado territorio, ha pasado a sobreentender que el castellano, presente desde hace siglos en Cataluña, sería una lengua ajena a su cultura. Un mero idioma de imposición. La Generalitat y los medios públicos han abonado durante años ese sentimiento.

Sin embargo, su traslación al ámbito educativo ha tenido el efecto contrario: el catalán se ha convertido en antipático para un número creciente de alumnos. La lengua de Pompeu Fabra reina en las aulas… y el castellano es la lengua franca del patio y los grupos de amigos. La crisis política de los últimos años ha acentuado esa dinámica. La fiebre del “procés” ha favorecido la afirmación de identidades homogéneas, y la lengua constituye el hecho diferencial más patente y también el más cargado de emotividad. La evocación del idioma que ha mecido nuestra infancia y en el que pronunciaremos nuestras últimas palabras mueve resortes íntimos y poderosos.

Y esto se ha convertido en un arma política. Hombres y mujeres, venidos de toda España, la mayoria huyendo de la miseria y el caciquismo, han llegado a ser tildados de “colones del franquismo”. En una palabra: una amenaza para la cultura y la singularidad catalanas. No es fácil describir el dolor y el sentimiento de expulsión de la catalanidad que este discurso ha causado en buena
parte de la ciudadanía de este país. Los nacionalismos excluyentes se nutren del rechazo mutuo. Un cierto nacionalismo español, centralista, ha considerado desde siempre con desdén la existencia de lenguas “periféricas”. En Cataluña, una pretendida defensa de la lengua autóctona ha derivado a veces en un intento de arrinconar al castellano.

Nada puede ser más contraproducente que enfrentar dos lenguas como expresiones de identidades inconciliables y cerradas. Las identidades cambian y están en perpetua construcción. Las lenguas se reflejan unas en otras, se influencian y se fecundan. Cataluña es plurilingüe. Y España un haz extraordinario de lenguas, culturas y arraigos diversos. No podemos afrontar los retos del nuevo siglo, que exigen cooperación y proyectos colectivos, desde sociedades tribales y fracturadas, ni dando la espalda a esa diversidad, a su riqueza y a su potencial creativo.
Por todo ello, nosotros, Federalistes d’esquerres nos dirigimos a la sociedad civil catalana y española, e interpelamos a nuestros gobernantes para reclamar diálogo y sensatez en el abordaje de las cuestiones lingüísticas.

El catalán es una lengua minoritaria y necesita una protección especial. Pero no se trata sólo de los derechos de sus hablantes. Las lenguas contienen tesoros insondables de humanidad y semillas de progreso. No perviven como curiosidades antropológicas, sino que necesitan fluir por las venas de la sociedad. Y, para que eso sea así, deben ser queridas. La vitalidad del catalán no depende tanto de su presencia troncal en la enseñanza o en la comunicación de las
administraciones públicas – legalmente garantizada y necesaria – como de los sentimientos de afecto que inspire en la población. La obligación del sistema educativo es conseguir que los estudiantes logren un perfecto dominio de las dos lenguas oficiales – tres, incluido el aranés.
Siempre oímos decir que el nuestro es un modelo escolar de éxito. Quizá deberíamos estar más atentos a algunas señales de alarma. Algo se está haciendo mal. Es de sentido común que la proporción de materias impartidas en los distintos idiomas siga criterios pedagógicos, adaptándose a las necesidades del alumnado y al entorno sociolingüístico de cada centro.

Tampoco parece discutible que, pese a la centralidad vehicular del catalán, el castellano no puede convertirse en algo marginal, ajeno a la adquisición viva de conocimientos. Un correcto aprendizaje del castellano requiere que algunas asignaturas se enseñen en esta lengua, como ya es el caso en muchas escuelas concertadas y privadas. Sin embargo, tenemos un grave problema cuando el tratamiento escolar del castellano es vivido como una discriminación.
Mal vamos si hace falta recurrir a la justicia para tratar de desatascar una cuestión que la comunidad educativa debería poder resolver por sí misma con mesura. Y peor iremos si la Generalitat solo despliega su ingenio para burlar a los tribunales. Por el camino de los agravios y las astucias, las cosas sólo pueden envenenarse. No queremos guerras lingüísticas. Ni queremos un país de comunidades etnolingüísticas separadas. Eso sería contrario a las mejores tradiciones democráticas de Cataluña y un obstáculo a su progreso.
La mayoría de ciudadanos tenemos voluntad de entendimiento en Cataluña y deseamos proyectar su potencial cultural hacia fuera. Es necesario que el catalán, así como el resto de lenguas de España, se escuchen con normalidad en sus instituciones, empezando por el Senado. Es necesario que el Estado las ampare, y promueva la difusión de su producción literaria, artística o audiovisual. Hacen falta consensos que nos protejan de la manipulación y los excesos. Es necesario que el catalán, presente en los ámbitos académicos europeos, lo sea también en la propia UE.
Por todo ello, nuestra sociedad y sus representantes deben adoptar el idioma del respeto y la fraternidad. Las lenguas deben servir para que nos hablemos, no para que nos enfrentemos.
Éste es el llamamiento del federalismo. Respeto a la diversidad y uso de las lenguas como elemento comunicativo, de riqueza y crecimiento personal.