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Las lenguas, para acercarnos

Y no para dividirnos y enfrentarnos. No hay mayor riqueza que un idioma, ni rasgo más distintivo de nuestra humanidad. Por eso, todo cuanto concierne a las lenguas con las que pensamos, amamos, creamos y nos comunicamos está cargado de una fuerte emotividad. Esos sentimientos pueden ser invocados con afecto, pero también inflamados y manipulados con fines espurios.

España es un haz de sentimientos de pertenencia nacional, de culturas y de lenguas. Una realidad marcada por una tormentosa historia, todavía inacabada. Catalunya constituye asimismo una realidad viva y compleja, en construcción, agitada por los vientos del nuevo siglo. Desde hace mucho tiempo ya el catalán y el castellano conviven en su sociedad. Las oleadas migratorias de la globalización han traído muchas otras lenguas a nuestras calles.

Pero hoy, en medio de una difícil situación política, el lugar que deben ocupar en la enseñanza las dos principales lenguas habladas en Catalunya deviene objeto de controversia. Y lo primero que hay que decir es: atención. Estamos manejando material muy sensible. Tras la larga noche del franquismo, se imponía un esfuerzo para recuperar el catalán y ponerlo al alcance del conjunto de la población, más allá de su origen y cultura. Era necesario hacerse colectivamente con un inestimable patrimonio y una herramienta vital para la construcción del futuro. Se trataba de forjar una sólida unidad civil para avanzar, evitando la segregación de Catalunya en dos comunidades lingüísticas cerradas, algo que sólo podía perennizar las desigualdades sociales. Por eso fueron las izquierdas, el movimiento obrero y las entidades vecinales, las fuerzas democráticas más comprometidas en la lucha contra la dictadura – que se sostenían en gran medida sobre la población castellanoparlante, proveniente de la emigración interior de las décadas anteriores –, las más fervientes impulsoras del catalán como lengua troncal en la escuela, así como las defensoras de una red única de enseñanza.

Han transcurrido muchos años desde la Transición y muchas cosas han cambiado. El catalán se ha recuperado. Nunca había sido poseído por tanta gente, ni gozado de tal proyección mediática y cultural. Su mayor o menor uso social responde a factores que no se dirimen en el ámbito de la escuela. La misión de nuestro sistema educativo, legalmente establecida, es garantizar que los alumnos, al final de su escolarización, tengan un perfecto dominio del catalán y del castellano, ambas lenguas oficiales de Catalunya junto al aranés-occitano. Pocos discutirán que, en un entorno global en el que el catalán es una lengua minoritaria, la preservación de este bien social y de sus potencialidades requiere de una protección especial y, en concreto, del mantenimiento de su lugar central en los currículums educativos. Pero ello no necesita en modo alguno – ni debe por ninguna razón – hacerse en menoscabo de la lengua castellana. 

El sentido común pedagógico nos dice que la proporción en que son utilizados el catalán y el castellano debe adaptarse a los distintos entornos socio-culturales. Sin embargo, ninguna de las dos lenguas puede ser tratada como una materia más. El alumnado debe poseerlas en su plenitud y manejarse con soltura en ellas. Y eso resulta difícilmente concebible si, en mayor o menor proporción, no son las lenguas vehiculares en las que se imparten distintas asignaturas.

Pero lo que debería ser un debate pedagógico concreto corre el riesgo de convertirse en un conflicto político, tanto más enconado cuanto que no se expresa en términos racionales. Varios factores se han combinado para que tengamos una tormenta perfecta. Las sucesivas crisis que hemos vivido a lo largo de los últimos años han detenido el ascensor social. El catalán ya no es percibido como un pasaporte hacia la integración y el progreso. A fuerza de repetir que la inmersión lingüística era un modelo de éxito, hemos perdido de vista los déficits y problemas que arrastraba el sistema educativo – fracaso, abandono escolar, segregación… Problemas que, ciertamente, no se derivan de las lenguas, pero repercuten sobre la manera en que éstas son vividas y aprehendidas. No sólo el castellano es la lengua del patio, sino que en muchos casos el catalán es percibido como una tediosa imposición. El “procés” no podía por menos que agravarlo todo. Tratando de exaltar una singularidad étnico-cultural diferenciadora de España, el nacionalismo catalán ha hecho bandera de la lengua propia. negando que en el territorio ha enraizado desde hace siglos otra lengua que también representa un vehículo de construcción de la cultura catalana.

Corremos el peligro de ver la escuela convertida en la arena de un combate político e identitario. Más allá de los casos concretos de familias castellanoparlantes que han reclamado a los centros escolares que sus hijos recibiesen enseñanza en su lengua materna, paso a paso ha ido prendiendo el sentimiento de que el castellano era conscientemente arrinconado por voluntad de la administración. La sentencia del TSJC exigiendo que las lenguas oficiales fuesen utilizadas, como mínimo, para impartir un 25% de las asignaturas fue replicada por el Govern como si de un ataque contra el catalán y las mismas esencias patrias se tratase. Una reacción que no hace sino alimentar el discurso de aquellas fuerzas políticas, de derecha y de extrema derecha, que enarbolan un nacionalismo tan cerril que reduce España al castellano, cuando catalán, gallego, euskera… forman parte igualmente de su acervo. 

Desde luego, no es lo más idóneo que sean los jueces quienes fijen porcentajes escolares. En ese sentido, parecía una buena cosa que los partidos independentistas del gobierno y la oposición de izquierdas, socialistas y comunes, hubiesen alcanzado un acuerdo legislativo que, reconociendo el papel vehicular de las dos lenguas, remitiese su gestión concreta a los equipos docentes. Sin embargo, hecha la ley, hecha la trampa. Apenas votada ésta, el conseller de educación, González-Cambray, se apresuró a emitir un decreto haciendo una lectura sesgada acerca de la presencia del castellano y proclamaba que todo había sido una astucia para zafarse de la sentencia del TSJC, tornándola inaplicable. Salta a la vista la grave irresponsabilidad de semejante comportamiento. En primer lugar, supone un abuso de confianza de la izquierda, que tendió lealmente la mano al gobierno para evitar un conflicto lingüístico. Pero igualmente ahonda en el descrédito de las instituciones catalanas: he aquí un gobierno que se esmera en burlar a la justicia. Aunque quizá lo más grave sea el intento de caldear el ánimo del mundo independentista. La aventura unilateral de 2017 concluyó en un fracaso. Hoy, sin un balance claro de aquel otoño ni una estrategia alternativa, la tentación de recurrir al victimismo y a la exacerbación de los sentimientos será muy fuerte en todo un sector del soberanismo. ¡Que la escuela no se convierta en víctima de esa crispación! 

La escuela catalana no sería tal si arrinconase o desconsiderase a la lengua más hablada del país, ni cumpliría su misión de contribuir a la cohesión social. La ensoñación de un país homogéneo y exclusivamente catalanoparlante – que nunca existió – resquebraja la unidad de la nación, mestiza y con profundos apegos hacia España, realmente existente. Urge evitar una escalada. Es fundamental que el Departamento de educación se atenga al espíritu de la ley aprobada a principios de junio en el Parlament, recuperando el sentido original y consensuado del término “lengua curricular” referido al castellano. Es decir, el de una lengua plenamente vehicular para la enseñanza de las materias que imparten los centros educativos. Las lenguas son para acercarnos, para conocernos y cooperar. Nunca deben ser utilizadas para levantar barreras y envenenar la convivencia.