Editorial

Las elecciones políticas constituyen un proceso único, que responde a sus propias lógicas, y no tiene por qué tener nada en común con otras elecciones simultáneas o cercanas. Todo lo que explica el sentido del voto se modifica, radicalmente, cuando pasamos a otra convocatoria: los candidatos, los partidos, los contextos y los temas de debate son diferentes.
Pero las elecciones autonómicas gallegas y vascas del 12 de julio nos deberían hacer pensar en el futuro, ya que son las dos primeras elecciones convocadas tras el estado de alarma, pero con la pandemia aún viva (a ambas comunidades ha habido zonas confinadas, donde algunos ciudadanos no han podido votar), y en pleno riesgo de un nuevo brote, posible en cualquier lugar.

Primera idea: la participación. Para ser un domingo de  julio, con tiempo soleado en Galicia y lluvioso en el País Vasco, una participación electoral ligeramente superior al 50% (datos provisionales) es un nivel bastante alto, si se piensa en la miserable participación en la segunda vuelta de las municipales francesas el domingo anterior.

La segunda: Galicia y Euskadi han sido los territorios menos afectados por la pandemia. Quizás más el segundo que la primera, pero en todo caso nada comparable en Cataluña, Madrid o Granada. Y con justicia o no, los respectivos gobiernos se han colgado la medalla. Los períodos de crisis fuertes suelen ser electoralmente favorables a los gobiernos, ya que los ciudadanos buscan seguridad, orden y garantías. En esta ocasión también ha sucedido a pesar de que el grueso del esfuerzo y del trabajo se haya hecho por parte del gobierno de Madrid, y no de las respectivas autonomías.

Y la tercera: el estilo. Sinceros o no (eso ahora no importa), los gobiernos vasco y gallego se han alejado del ambiente de griterío y malos modos vigente en el Congreso, o de la permanente actitud de agria insatisfacción del gobierno de la Generalitat. Urkullu (que gobernaba en coalición con el PSE) y Núñez Feijóo han dado una imagen de buena gestión, de rigor y de cortesía, lejos de los delirios del debate político y de los medios de comunicación de otras latitudes.
El resultado ha sido la ratificación de ambos gobiernos, con un aumento en su apoyo parlamentario, el mantenimiento casi inmodificable de la presencia socialista y un castigo considerable hacia las fuerzas políticas que cultivan otro estilo. La desaparición de las «Mareas» en Galicia o el duro retroceso de la coalición PP – C ‘s en el País Vasco deberían ser motivo de reflexión para las correspondientes fuerzas políticas: no se puede transformar el debate parlamentario madrileño en un debate sangriento sin esperar que los votantes de provincias no lo vean. Y lo mismo se puede decir de Vox, que donde el PP es suave y dialogante no ha sacado nada, y ha obtenido una sola diputada en el País Vasco.

¿Hay también alguna lección catalana? Es muy difícil de decir: la propia inestabilidad del sistema catalán de partidos (donde puede aparecer un partido nuevo cada semana hasta la convocatoria electoral) hace imposible toda extrapolación de resultados. Pero da la impresión de que los elementos que se han impuesto en las elecciones gallegas y vascas son elementos poco presentes en Cataluña. Si la buena gestión, un estilo dialogante y cooperativo y la claridad política parecen ser elementos que los electores valoran, quizás los ciudadanos de Cataluña pueden empezar a pensar que no es necesario resignarse a la mala gestión, la bohemia descamisada, el desacuerdo permanente con todo el mundo (entre los socios de gobierno, entre el gobierno y el resto de grupos parlamentarios, o entre el gobierno y el gobierno central). Que la ambigüedad y el doble lenguaje no son una metodología inteligente en una sociedad adulta. Y que, en definitiva, que si una pandemia es un proceso que salta fronteras y ataca en todas direcciones, quizás entonces la única manera de hacerle frente es abriendo fronteras, cooperando y compartiendo. También por ello, una actitud federal es una buena herramienta.