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Como se esperaba, el Tribunal Supremo acaba de publicar la sentencia dictada en la causa contra los responsables de los hechos de septiembre y octubre de 2017. Se trata de una sentencia severa (si atendemos a las penas impuestas a los condenados), de gran ambición conceptual, y, sobre todo, de una gran trascendencia para la sociedad catalana y por la vida política española.

Es natural que esta sentencia haya tenido, esté teniendo, un fuerte impacto en nuestra sociedad. En una primera lectura, la sentencia plantea un problema casi de crisis humanitaria: condenas a 9, 10 o 12 años de prisión (y de inhabilitación) significa que un importante número de dirigentes, tan equivocados como se quiera pero reconocidos y seguidos por muchos ciudadanos, quedan fuera de la vida colectiva de Cataluña. Dejando incluso de lado la dimensión íntima, personal o familiar, de esta situación para cada una de las personas condenadas, es evidente que se genera una situación de gran dificultad, que el posible juego de los beneficios penitenciarios no puede resolver.

La importancia de las penas fijadas, después del largo periodo de prisión provisional, proyecta una imagen de persecución que ha sido profusamente utilizada, y explotada políticamente, a lo largo de los últimos años. Y los acontecimientos de estos días (sobre los que volveremos más adelante) hacen pensar que esta explotación política no se reducirá, sino todo lo contrario.

Y eso a pesar de que la sentencia utiliza como eje vertebrador un elemento que ya se había denunciado y que fue apareciendo a lo largo del juicio: a pesar de las apariencias, a pesar del tiempo transcurrido y pese dinero empleado, los independentistas no habían preparado nada. Todo el «proceso» había sido una ficción, un hacer ver, un engaño, sin ninguna realidad ni posibilidad de materialización: ni apoyo internacional, ni recursos financieros, ni estructuras de Estado, ni compromisos de reconocimiento; todo era un «fake». Como reconoció el ex-consejera Clara Ponsati, un «farol», para decirlo como los jugadores de poker.

Aquí es donde la sentencia se mueve en un terreno delicado: si todo era falso y no conducía a ninguna parte, era materia delictiva? Se puede someter a juicio a un conjunto de comportamientos que, de hecho, no eran sino apariencia? La respuesta que da la Sala es que sí, bajo un doble argumento (que constituye, al final, el esqueleto del veredicto): aquel conjunto de comportamientos y de acciones era constitutivo de delito por qué representaba un despilfarro de recursos públicos (malversación ) y por qué la apariencia había tomado una forma real, que había sido tenida por cierta por un número elevado de ciudadanos, a quien indujo a comportamientos tumultuario (sedición).

Esquiva pues la acusación de rebelión (que ningún jurista sensato podía acoger), estableciéndose un veredicto de sedición y malversación, acompañadas de la imputación de actos de desobediencia a las instrucciones dictadas por el Tribunal Constitucional. La suma de los tres conceptos da lugar a penas considerablemente elevadas, pero corre un riesgo conceptual y jurídico considerable: la sentencia está en algunos momentos muy cerca de constituir una «causa general» contra el separatismo, inculpando sus dirigentes de algunos elementos muy genéricos y poco especificados.

Pero la cuestión esencial sigue siendo política: qué efectos tendrá la sentencia? De qué manera y en qué dirección orientará la situación política catalana y española? Su publicación tiene una consecuencia directa: pone el balón en el campo de los dirigentes independentistas; ellos son los que ahora tienen que buscar una respuesta a la nueva situación, y actuar en consecuencia.

La división interna del campo independentista no hace sino aumentar: ya estaban divididos por partidos (JxCat, ERC, CUP) y a la vez, entre partidos y «sociedad civil» (ANC y Òmnium Cultural). Después aparecieron una especie de fuerzas de choque, los CDR, y en los últimos días estos se han visto arrinconados por una organización oscura denominada «Tsunami democrático», que está planeando y organizando minuciosamente acciones masivas de grandes dimensiones.

Y a la vez existe la profunda división entre el mundo de las movilizaciones de calle (o de carretera!) Y el mundo de la acción responsable de gobierno: la lealtad de los Mossos a la legalidad los pone en el punto de mira de la acción y de los insultos de los sectores más radicales del movimiento.

El momento es pues confuso, y la proximidad de las elecciones generales del día 10 de Noviembre no ayuda a clarificar de forma rápida y sencilla. Federalistes d?Esquerres, así como la «Asociación por una España Federal», se mantendrá, como en anteriores convocatorias electorales, al margen de la contienda electoral: como organizaciones políticamente plurales (dentro de los límites definidos por nuestra identidad y nuestro mandato), que acogen hombres y mujeres de diversas orientaciones políticas, no recomendaremos el voto en una u otra dirección.

Pero después del 10 de noviembre emprenderemos una iniciativa activa para exigir a las fuerzas políticas de izquierdas y partidarias de una visión federal de España (sea cual sea el nombre que le den) pasos concretos, en un horizonte a corto, medio y largo plazo, para abordar reformas decididas en esta dirección. Se ha dicho estos días que la judicialización del proceso ha impedido el abordaje de soluciones políticas. Discrepamos de esta visión: la judicializació seguramente era necesaria, pero, con toda certeza, no era y no es suficiente. Dictada la sentencia, debe venir la reforma. Es, será, la hora de la política; y hay que recordar que hacer política significa trabajar con gente con la que no se está de acuerdo.