«En eso el sentimiento nacionalista es como el religioso. Saberse parte de una nación o una fe religiosa aporta a nuestras vidas un sentido de trascendencia y nos consuela de nuestra propia finitud, nuestra pequeñez. De ahí que las naciones, como las religiones, insistan en situar su origen en la noche de los tiempos y en presentarse como algo perpetuo, atemporal, inamovible, algo verdaderamente grande que siempre ha estado y siempre estará ahí. Las naciones dicen venir de mucho antes que nosotros mismos e ir mucho más allá, y ese sueño de inmortalidad colectiva reconforta, seduce y embriaga. Por eso, pese a haber hecho durante tanto tiempo tanto daño a la humanidad, las religiones y los nacionalismos siguen gozando de tan buena salud. Por eso seguirá habiendo gente dispuesta a creer en resurrecciones milagrosas y miríficos retornos y no faltarán poetas que evoquen la mesiánica extravagancia de Puigdemont como símbolo de pureza y dignidad.
Pero al final, como en el caso del sebastianismo, de todo eso no quedará más que una trasnochada promesa de esplendores patrios y un empalagoso poso de melancolía.»
Sebastianismos (La Vanguardia, 2 de agosto de 2019)