El federalismo no es solo es una forma eficaz, pragmática y acordada de resolver las aspiraciones legítimas de los diversos pueblos que configuran una nación. Además, es cultura política y educación sentimental. Promueve el interés de los unos por los otros en lugar del rechazo o la ignorancia (Extracto del libro «Misión Federal», escrito por Francesc Trillas, con prólogo de Miquel Iceta)
No somos «no independentistas» ni «no nacionalistas», a pesar de que no somos independentistas ni nacionalistas. Somos propositivos y, en realidad, nuestra aspiración es que algún día, si Cataluña tiene que estar dividida, lo esté entre federalistas y no federalistas o, todavía mejor, entre clases sociales que defienden legítimamente sus intereses y aspiraciones en un sistema democrático. La unidad de los catalanistas, algunas «terceras vías» y la unidad de los constitucionalistas nos parecen muy bien si sirven para avanzar, y contribuimos cuando creemos que sale un beneficio colectivo. Pero nuestro valor añadido es promover una solución que queremos que sea la primera vía y que nos conecta con Europa y con un mundo mejor y más solidario: el federalismo. Y nos gustaría que el máximo de gente se uniera a su alrededor, y no alrededor de otros hashtags (aunque contra estas no tengamos nada). El riesgo de no concretar las alternativas es que nos den gato por liebre: Jordi Pujol también era una tercera vía catalanista y constitucionalista.
El mes de marzo de 2014 visitó España, invitado por Federalistes d’Esquerres, el político canadiense Stéphane Dion, conocido para ser el padre de la Ley de Claridad. Celebró actas a Barcelona, Tarragona y Madrid, y el día de su llegada participó en una cena con la junta de Federalistes d’Esquerres. Recuerdo como si fuera ayer que en aquella cena nos animó a combatir democráticamente el sobiranismo, pero a intentar hacerlo siempre con elegancia; en sus palabras en inglés (uno de los idiomas que usamos al encuentro), with grace. Tuve un diálogo con él en inglés que se puede encontrar a YouTube. La visita de Dion era el primer fruto de una colaboración estrecha de nuestra asociación con la Fundación Canadá, con sede a Madrid y en la cual participaban varias personalidades catalanas, como el catedrático Xavier Arbós. La presencia de Dion y otros canadienses invitados por Federalistes, como el profesor de la Universidad de Ottawa y destacado miembro del think tank L’Idée fédérale, André Lecours, han servido para conocer de cerca la experiencia de los federalistas canadienses, que se han enfrentado con éxito al desafío secesionista del Quebec.
También hemos aprendido del contacto con el diplomático español federalista Juan Claudio de Ramón, que hasta recientemente trabajó a la embajada española en el Canadá. Dion había estado, efectivamente, el artífice de la Ley de Claridad, que exige una pregunta clara y una mayoría clara en un referéndum porque los secesionistas puedan plantear negociaciones de separación con el gobierno federal. Más recientemente, Dion ha estado ministro de Asuntos Extranjeros con el primer ministro Justin Trudeau, y en la actualidad es embajador del Canadá en Berlín.
La Ley de Claridad es posterior al segundo referéndum secesionista del Quebec, que tuvo lugar el 1995 (el primero fue en 1980, después de una larga campaña que empezó a la década de 1960), y desde su entrada en vigor (a pesar de que es rechazada por los soberanistas quebequesos) no se ha celebrado otro referèndum. De la experiencia del Canadá algunos extraen la lección que en España hace falta una Ley de Claridad, parecida a la canadiense, para resolver el contencioso catalán. Esto no es lo que yo he aprendido después de escuchar atentamente Dion y Lecours, entre otros, y de hablar con cierta tranquilidad. Lo que sí he aprendido es que, contrariamente al que profesa el discurso oficial del sobiranismo, secesión y democracia son difícilmente compatibles. En las sociedades democráticas todos los colectivos e individuos tienen derecho a expresarse y a participar en igualdad de condiciones en los procesos de toma de decisiones. Existen mecanismos (por ejemplo, estructuras federales) para acomodar tensiones de tipo identitario, lingüístico y financiero entre colectivos y territorios diferentes. Los referéndums en Quebec fueron experiencias traumáticas y a la vez confusas, que no sirvieron para mejorar la calidad de la democracia pero sí para debilitar económicamente la provincia quebequesa.
El profesor vasco Alberto López Basaguren, uno de los constitucionalistas federalistas más interesantes que hay en España, nos recomendó, en una de las convenciones federalistas de la Fundación Rafael Campalans, que leyéramos el libro de Chantal Hébert The Morning After (La mañana siguiente), donde se especula con que habría pasado si el 1995 llega a ganar el sí (el no se impuso por los pelos) en el Quebec. Hébert entrevista a todos los protagonistas y concluye que nadie tenía nada previsto, y que la consecuencia habría sido un caos económico y político total, un tipo de combinación entre el reconocimiento de no tener nada a punto que hicieron los dirigentes independentistas catalanes después de «proclamar» la independencia y el caos y la inestabilidad política que se han producido durante los ya más de dos años que han transcurrido desde el referéndum del Brexit. André Lecours contestó muy bien, en un acto al Colegio de Periodistas, cuando le preguntaron si no le parecería buena idea acceder a organizar un referéndum de independencia para que ganara el no, y acabar así con el debate de una vez por todas. Lecours dijo algo obvio que a menudo ha pasado por alto en Cataluña entre sectores progresistas o, incluso, entre sectores no independentistas en general: no se puede convocar un referéndum dando por seguro que lo ganarás.
Desgraciadamente, es una lección que no aprendió tampoco David Cameron en el Reino Unido. Es un ejemplo de manual de lo que se conoce como ilusión de control, uno de los sesgos cognitivos que nos alejan a los humanos de la racionalidad absoluta, muy estudiado por las ciencias del comportamiento. Cuando los resultados de las interacciones sociales (una votación, por ejemplo) dependen de lo que deciden millones de personas es absurdo pensar que el resultado está predeterminado.
Los referéndums dicotómicos tienden a polarizar la sociedad en dos mitades, entre otras razones porque los medios dan igualdad de tratamiento a las dos posibilidades (aunque una de las posibilidades sea criticada por la mayor parte de especialistas y estudiosos, como en el caso del Brexit). Que gane una u otra opción puede depender de cuestiones que no tengan nada que ver con la cosa a decidir, sino con el descontento genérico del electorado, el tiempo meteorológico en una región o la formulación exacta de la pregunta. Que los independentistas catalanes no hayan obtenido nunca más del 47% de los votos no quiere decir que no lo puedan conseguir en un referéndum donde hagan una buena campaña, o un buen debate, o porque haya una granizada de seis a ocho del anochecer al área metropolitana de Barcelona. Y si no lo consiguen a la primera, lo seguirán probando (en Escocia dicen el neverendum), porque precisamente el que conviene a muchas de las élites que los apoyan es que la sociedad se divida en esto y no en otras dimensiones, como por ejemplo en clases sociales.
Es más fácil organizar un movimiento identitario que un movimiento prodistributivo contra los ricos, precisamente porque los ricos (o al menos algunos de ellos) pueden participar del movimiento identitario aportando recursos como por ejemplo tiempo, dinero, medios de comunicación o liderazgo cualificado.También he aprendido de los canadienses federalistas que es un error intentar dar satisfacción a los secesionistas, porque son bastante insaciables y, de hecho, nada de lo que los pueda ofrecer el federalismo les da satisfacción, sino que lo ven como un primer paso para seguir pidiendo más poder y, si hace falta, instrumentos para saltarse la legalidad.
A quien hay que dar satisfacción, de manera sólida y sostenida, es a las sociedades y comunidades que son susceptibles de ser víctimas del discurso soberanista, para que encuentren alternativas de progreso a los cantos de sirena engañosos de los movimientos identitarios. En España ya hay una legislación de claridad. Para reformar la Constitución, por ejemplo para permitir el derecho a la autodeterminación de algunos territorios (cosa que solo hacen cuatro constituciones escritas al mundo), que hoy no se contempla, hace falta que dos tercios de dos parlamentos consecutivos lo aprueben, y que el resultado de la reforma constitucional sea aprobado en un referéndum. Esto haría constitucional el derecho a la autodeterminación interpretado como derecho a la secesión, y los territorios correspondientes, por ejemplo Cataluña, podrían celebrar un referéndum en el amparo de la legislación que se estipulara; y si ganara la opción secesionista se podría negociar la separación como está haciendo lo Reino Unido (que no tiene constitución escrita) con la Unión Europea. La negociación no predetermina el resultado final, como se está viendo con la enorme incertidumbre que rodea el caso británico. Esta es una ruta muy clara: no es fácil pero es clara, y la única posible si excluimos la violencia y la guerra. Lo que pasa es que algunos querrían no una ley de claridad, sino una «ley de facilidad», que les hiciera fácil la secesión, que es lo que venden a su parroquia. Las nuevas instituciones requieren complementariedad con la dotación institucional inicial, y son malas viajeras. La Ley de Claridad del Canadá fue el camino que encontraron Dion y los federalistas canadienses para evitar más referéndums, no para celebrar nuevos.
Es un camino fruto de la evolución de un país con una tradición, un sistema electoral y una estructura de partidos diferente de la española. Una cosa que sí que tenemos que aprender del Canadá es su modelo lingüístico, aunque el catalán no sea el francés (como me recordó un señor que me escribió estremecido cuando sugerí que el catalán fuera oficial en toda España). En el Canadá, como Suiza o en Bélgica, hay diferentes idiomas oficiales, que no quiere decir obligatorios, en todo el país. A los grandes aeropuertos de estos países todo está en varios idiomas. Cuando se llega al Canadá desde los Estados Unidos y entra por la provincia de British Columbia (al oeste), donde la inmensa mayoría de los habitantes son angloparlantes, se encuentra un letrero enorme en la frontera que da la bienvenida al país en inglés y en francés. Algún día habrá un letrero al aeropuerto de Barajas que dirá «Bienvenidos a España», y también lo dirá en castellano, gallego, vasco e inglés, que de aquí a como mucho treinta años estoy seguro que serán los idiomas, si no de iure sí de facto, oficiales en España. El actual presidente del gobierno español ya envía tuits en catalán. Es un primer paso.
Toni Sitges-Serra recordaba en un artículo al Periódico, al poco de la visita de Dion, que este «insistió en el hecho que el federalismo no es solo una forma eficaz, pragmática y acordada de resolver las aspiraciones legítimas de los diferentes pueblos que configuran una nación. Además, es cultura política y educación sentimental. Promueve valores necesarios para la convivencia. Promueve el interés de los unos por los otros en lugar del rechazo o la ignorancia.»
(El libro se puede comprar ya en formado papel o electrónico a https://www.bubok.es/libros/258906/missio-federal-cap-a-una-solucio-compartida-a-catalunya y estará disponible a la parada de Federalistes d’Esquerres el día de Sant Jordi).