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Uno se pregunta, en un recodo de la angustia, si este remar juntos en momentos de catástrofe, si esta unidad de las grandes ocasiones solemnes, no podría extenderse a lo cotidiano, a la gestión de las pequeñas cosas, y de las medianas, y al resto. Extenderse a la política, a imaginar entre todos, cada uno con su acento, el futuro. Puesto que solo hay una verdadera línea divisoria, la que a todos separa de la barbarie. ¿Acaso los conciudadanos y los visitantes asesinados no albergaban ideas, trayectorias, identidades y designios distintos? Pero todos ellos compartían la misma rambla. Pacíficamente, mientras pudieron. «Sangre en mi ciudad» (El País, 18 de agosto de 2017)