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Las Ramblas son la mejor expresión de los barceloneses. De cualquiera de nosotros. Cuando venía gente de fuera, los llevabas a Las Ramblas porque estabas orgulloso de ellas. Sólo era un paseo —hay lugares más bonitos o impresionantes en la ciudad— pero un paseo repleto a todas horas de gente tan bonita e impresionante como horrible e impresentable. Personas distintas embriagadas por el extraño sortilegio de la acumulación y la tolerancia, y que, por lo tanto, hacía que no te encontraras extraño o rechazado mientras pisabas esas olas dibujadas en el suelo de Las Ramblas. Creo que es imposible pisarlas y no sentirte parte de una comunidad al hacerlo. Una comunidad de la que además sentirse orgulloso. Por abierta, por gigante, por luminosa. Es, en cierto modo, terreno sagrado por laico, y es que en Barcelona siempre ha cabido todo el mundo y nunca sobró nadie. Ni antes ni ahora. «De la mano» (El País, 19 de agosto de 2017)