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Cinco años atrás, cuando el llamado proceso comenzó, era raro encontrar en la prensa de Madrid reflexiones autocríticas. Predominaba un nacionalismo de matriz castellana, siempre irritado con cualquier expresión de la diferencia. O el jacobinismo liberal, originariamente de izquierdas, que alimentó a Ciudadanos (no menos irritable, identifica diferencia a desigualdad). Salvo Herrero de Miñón, Álvarez Junco o Rubio Llorente, prácticamente nadie en Madrid osaba cuestionar la visión recentralizadora que procede de los años de Aznar. Siempre me sorprendió, y así lo escribí, que en Madrid osaran hablar de espiral catalana de silencio cuando la uniformidad nacional era allí tan abrumadora que ni siquiera conciencia tenían de vivir uniformados. Pero desde que estalló el conflicto, no son infrecuentes las voces discrepantes, que destacan entre las condenas irritadas, las caricaturas (“prusés”) y los aspavientos tremendistas.

La semana pasada, en El País, por ejemplo, un general retirado, José Enrique de Ayala, tras criticar igualmente el rupturismo legal del Govern y el inmovilismo del Gobierno, afirmaba: “Es necesario llegar a un acuerdo sobre una salida pactada, y los ciudadanos –catalanes y del resto de España– debemos exigir a los partidos que se pongan a trabajar hasta lograrlo. La mayoría de los que han analizado los puntos que podría incluir este posible acuerdo han coincidido en los más importantes y viables. Reconocimiento de Catalunya como nación cultural y política, aunque no soberana (sirva de consuelo que la soberanía absoluta no existe hoy en día, al menos en Europa), y, en consecuencia, de sus competencias exclusivas en materias como lengua, educación, deporte y cultura”.

El artículo tenía un hermoso título, “Démonos la mano”, y sostenía que el problema de Catalunya no se resolverá esperando que desaparezca por agotamiento o negación. Hay que actuar, proponía, de manera transaccional y civilizada. Leyéndolo, más allá de los argumentos, naturalmente discutibles, pensaba que este tono y esta empatía habrían calmado muchas heridas, años atrás, de haber abundado.

Si ha habido un diario tremendista con la realidad catalana es El Mundo. Pues bien, el pasado domingo, la excelente Lucía Méndez entrevistaba a José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Complutense y director de la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico. La entrevista arrancaba cuestionando un tópico que el presidente Rajoy y la mayoría de los españoles de buena fe repiten cada día: el tópico de la nación más antigua de Europa. El Estado, que nació para ser imperial, sí es uno de los más antiguos, que no la nación. Contiene componentes nacionales heterogéneos. Ni ha sido fuerte como el francés para imponer una única nación, ni los componentes nacionales ­catalán y vasco han podido romperlo o marcharse.

Villacañas es duro con el proceso. Dice que confluyen en él dos ingredientes: el nacionalismo burgués de siempre y unos sectores populares revolucionarios. Asimismo, afirma que es un ejemplo populista de manual: “Se construye desde una dualidad, amigo-enemigo, desde la identidad, con referentes vacíos”. Ahora bien: este populismo tiene una explicación. Responde a la conciencia agónica de la identidad catalana. El referéndum es ilegal, dice, pero “es un acto político sintomático y requiere una interpretación capaz de entender la decisión y el estado de ánimo de los representantes catalanes defensores de la independencia. Yo lo interpreto así: ‘Si vuestro Estado no nos respeta como pueblo, estamos dispuestos a llevar a vuestro Estado a actuaciones irreversibles comprometedoras de su futuro’. Esto nos da una idea de que estamos ante una situación existencial desesperada”.

Villacañas introduce un concepto que parece maragalliano: los catalanes –sostiene– siempre se han visto más o menos dentro de España, pero con una capacidad de “vicesoberanía”: “Cada vez que España se ha dado una Constitución, los catalanes ya tenían la suya. Históricamente, sus gobernantes se han considerado vicerreyes de España. Tenían Hacienda propia, capacidad legislativa propia y consulados a lo largo de todo el Mediterráneo. En 1978, Catalunya ya tenía Generalitat antes de la Constitución democrática”.

¿Qué debería hacer, España?, le pregunta Lucía Méndez. Villacañas no duda: reconocer la singularidad: “El Estado debe encontrar la manera de diferenciar entre ese nacionalismo secesionista que quiere romper la legalidad y que no es aceptable, y lo que es el reconocimiento de los derechos históricos, que podría satisfacer a las clases medias catalanas para abrir un horizonte de acuerdo. No creo que pueda haber una solución de pacto si no se reconoce la singularidad de Catalunya como pueblo, como vieja nación que no pudo sobrevivir por separado a los poderes estatales”.

Es reconfortante escuchar voces audaces como la de este catedrático de Madrid nacido en Baeza. La inflexibilidad nos tiene dominados, pero, como Galileo musitando por lo bajinis, hay que decir: “E pur si muove”. Algo se mueve… quizás.

La Vanguardia, 10 de julio de 2017