En eso estamos: un Estado, una bandera, un ejército, una frontera. Como si el mundo se hubiera detenido en el romanticismo decimonónico. Pareció que con los acuerdos de Schengen, cuando Europa fardaba de balneario, las fronteras estaban llamadas a ser un anacronismo, que es lo que son. Pero los hechos, tercos, se empeñan en demostrarnos lo contrario o, al menos, a hacernos ver que las fronteras para nada son lo que fueron. Que conste que a los que no nos gustan las fronteras, tampoco nos gustan los Estados, sin los cuales no son posibles, ni las soberanías que las justifican. «Fronteras» (El Triangle, 14 de octubre de 2016)