La imagen de Don Quijote y Sancho en sus monturas sobre la arena de la playa de Barcelona, dibujada por ilustradores de la obra cervantina, debería ser marca Barcelona. ¿Cómo es posible que no se explote a fondo esa excepcional publicidad que Cervantes nos regaló hace cuatro siglos? Nos tememos que el nacionalismo rampante tenga algo que ver. Me gusta pensar que en las escuelas barcelonesas los niños dibujan a Don Quijote no sólo acometiendo molinos de viento, sino también a la orilla de su mar azul
Siempre he tenido al bachiller Sansón Carrasco por un auténtico caballero andante. Movido por la voluntad de rendir un servicio, se plantó en la playa de Barcelona a fingir ser lo que no era para intentar devolver a su hogar a una persona quebrantada que necesitaba cuidados. Disfrazado de caballero de la Blanca Luna, buscó desfacer un entuerto. Y a fe que lo consiguió. Del lance salió Don Quijote vencido y maltrecho, pero cumplidor se avino a respetar lo prometido antes de la justa: de perder, dejaría las armas y regresaría a su aldea en La Mancha. Allí, nos cuenta Cervantes, recobró la razón y, al poco, falleció.
Este año en que celebramos el 400 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra (15471616), acudí un día a leer algunos episodios del Quijote, en una versión infantil, a alumnos de primaria de una escuela bilingüe alemánespañol de Berlín. Escucharon el de los gigantes y los molinos, el del yelmo de Mambrino, el del combate con los rebaños de carneros, y el del caballero de la Blanca Luna.
Huelga decir que fue un éxito; las aventuras quijotescas siempre lo son. ¿Don Quijote estuvo en Barcelona!? ¿De verdad? Niñas y niños de países varios y afecto a lo hispano abrían ojos como platos ante una revelación para ellos asombrosa. Desistí de recitarles el elenco de elogios que Cervantes dedicó a mi maravillosa ciudad en un castellano demasiado difícil, pero ruego mil perdones por no resistirme a repetirlos aquí: «Archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única». Don Quijote enumera alabanzas pese a que en Barcelona le acontecieron desdichas. Paseaba por la playa cuando el supuesto caballero de la Blanca Luna, enviado en misión de rescate por familia y amigos, le retó y derrotó. La imagen de Don Quijote y Sancho en sus monturas sobre la arena, dibujada por ilustradores de la obra cervantina, debería ser marca Barcelona.
¿Cómo es posible que no se explote a fondo esa excepcional publicidad, de impacto global, que Cervantes nos regaló hace cuatro siglos? Nos tememos que el nacionalismo rampante tenga bastante que ver con ese aparatoso descuido de la capital catalana. En cambio, me gusta pensar que en las escuelas barcelonesas los niños dibujan a Don Quijote no sólo acometiendo molinos de viento, sino también a la orilla de su mar azul.
Quiero creer que conocen los encomios de Cervantes a la ciudad (¿les enseñan a recitarlos?), y que sus profesores les explican que salvó de la quema de libros de caballerías el Tirant lo Blanc, «tesoro de contento y mina de pasatiempos», y en su género, «el mejor libro del mundo», según el cura amigo. Al terminar la lectura en Berlín, la maestra asturiana me regaló una rosa, porque soy catalana y al día siguiente era Sant Jordi. Me sentí en la mejor de las Españas, la que jamás de los jamases querría abandonar.
«El caballero de la Blanca Luna» (La Vanguardia, 8 de agosto de 2016)
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