Para que una España federal tenga futuro, hay que asegurar que la asimetría de competencias no implique diferencia de derechos. Fuera de ejemplos obvios como la lengua, no es en absoluto evidente qué competencias se deben atribuir a un estado federado en concreto y no a los restantes. El cupo del País Vasco y Navarra es un ejemplo de lo que no debe ocurrir
En el término federal caben cosas muy distintas, y aunque a los federalistas se nos tacha a veces de vendedores de panaceas, somos conscientes también de que si no se hace de la manera adecuada, una España federal puede generar nuevos problemas.
En un artículo anterior, España a muerto, larga vida a España, señalaba algunos de los problemas políticos a los que nos enfrentaríamos el día siguiente a que aceptásemos una reforma federal de la constitución. En concreto, sostenía que la distribución actual en comunidades autónomas no sería válida como base para definir unos eventuales estados federados, de modo que deberíamos plantear una nueva. En esta ocasión quiero ahondar en un momento anterior: el de la definición del modelo federal.
Quiero argumentar que ciertas asimetrías entre estados nos pueden conducir a un país injusto, en el que ciertas regiones cuenten con una ventaja constitucional sobre el resto. Voy a defender que para que una España federal pueda tener futuro, para que a medio plazo no nos veamos de nuevo en la disyuntiva de, o bien tener que introducir reformas sustanciales, o bien romper la baraja, la asimetría de competencias ha de aplicarse con mucho cuidado, limitada a cuestiones obvias, y sin que en ningún momento toque aspectos que puedan poner a una región en situación de privilegio.
El argumento a favor de la asimetría de competencias dentro de un estado federal parece de sentido común: puesto que los diferentes estados federados representan situaciones diversas, lo lógico es que cada uno cuente con instrumentos políticos distintos. Parece claro, por ejemplo, que las comunidades con lengua propia han de contar con competencias específicas para su protección y promoción.
Sin embargo, fuera de ejemplos obvios como éste, no es en absoluto evidente qué competencias se deben atribuir a un estado federado en concreto y no a los restantes. Más aún, si se piensa en la cuestión con un poco de frialdad, lo razonable parece que todos los estados cuenten con instrumentos políticos equivalentes. Pensemos, por poner el caso, en esos ejemplos de libro de asimetría federal que los españoles venimos padeciendo (o gozando) desde hace más de treinta años: el sistema de concierto y cupo del País Vasco y de Navarra. El que el desarrollo de estas leyes no haya causado más conflicto es algo que, francamente, me resulta incomprensible, y no creo que ni siquiera el estrés político producido por el terrorismo de ETA baste para explicarlo. Sea como sea, este caso ilustra perfectamente los peligros de la asimetría de competencias.
Las regiones limítrofes al País Vasco y Navarra se han venido quejando desde el primer momento de los perjuicios económicos que el sistema de conciertos les provoca. De hecho, han acudido a distintas instancias para forzar si no su derogación, sí su modulación con el fin de suprimir lo que perciben, a mi juicio con toda la razón, como privilegios. En ocasiones estas reclamaciones han llegado a tribunales europeos, dando lugar a situaciones particularmente sangrantes: Llegados a Bruselas, han sido los abogados del estado (del Estado Español, obviamente) los que han defendido la postura vasca y navarra. De este modo, los ciudadanos castellanos de La Rioja, Cantabria y Castilla-León han visto como no sólo no pueden intervenir en los asuntos económicos del País Vasco o de Navarra, sino como tampoco el gobierno central los defendía de fronteras para fuera. Vascos y navarros, en esta cuestión concreta, tienen más poder que castellanos o aragoneses.
Creo que la extensión de la asimetría más allá de unas pocas cuestiones perfectamente delimitadas conduciría más pronto que tarde a disfunciones de este estilo. Y esto llevaría o al empobrecimiento resignado de ciertas regiones en beneficio de las dotadas de más competencias, o a que esas regiones perjudicadas se negasen a participar en el sistema.
Pero aparte del deseo de conseguir, o de mantener, ventajas económicas frente a otras regiones, se suelen argüir otras dos razones para defender un estado federal asimétrico. Por un lado, la voluntad de los ciudadanos de algunos territorios de afirmar la identidad nacional de su tierra frente al resto del país. Por otro, la necesidad de superar el “café para todos” la replicación mimética de los modelos competenciales catalán y vasco en todas las comunidades autónomas, por artificiales que resulten algunas de ellas desde el punto de vista histórico o cultural. Son cuestiones íntimamente relacionadas, y de tratarlas independientemente provienen muchos de los malentendidos que ensucian el debate territorial en España.
En cuanto a la necesidad de reconocimiento nacional, todos los españoles debemos comenzar a asumir como propias la tarea de defender las instituciones históricas de cualquier parte del país, así como la promoción del catalán, el vasco y el gallego. Y esto, desde luego, supone aceptar una clara asimetría institucional entre los distintos estados federados.
Junto a esto, muchos consideran que regiones como la Comunidad de Madrid, o la Rioja, entre otras, creadas ad hoc como instituciones políticas en la confusión del primer desarrollo de la Constitución de 1978, no pueden tener un marco competencial equivalente al de, por ejemplo, Cataluña. Y a mi juicio, los que piensan así tienen razón. No se puede poner en pie de igualdad constitucional a Cantabria o Castilla-La Mancha y a Cataluña. Esta equiparación va en contra de cualquier coherencia política y consagra una lógica algo delirante que lleva a construir una legitimidad histórica y cultural ex post para territorios que no tienen más razón de ser que la puramente administrativa. ¿Pero entonces, cómo preservar la personalidad catalana, o vasca, sin introducir asimetrías injustas?
Según lo veo yo, la única salida pasa por la unión de las cinco comunidades autónomas castellanas en un solo estado federal, Castilla. Con este solo cambio, el diseño territorial del país en su conjunto cambia radicalmente. Comprendo el miedo que este movimiento puede causar en muchos castellanos: una recentralización a medias puede ser tan mala, o peor, que una vuelta al modelo previo a las autonomías. Los ciudadanos de la Rioja, Cantabria o Madrid pueden sentir como una desventaja la pérdida de unas instituciones autonómicas a las que se han acostumbrado, y que perciben como cercanas y eficientes. Creo, con todo, que un estado federado castellano puede adoptar un modelo descentralizado, sin que esto suponga una proliferación de la burocracia y la multiplicación de gastos.
En contra de una opinión muy extendida, se podrían mantener las diputaciones con competencias ejecutivas muy amplias en cada una de las provincias castellanas, dotándolas, eso sí, de un sistema de elección directa por parte de los ciudadanos. A su vez, sería conveniente introducir la comarca como ente administrativo, con el fin de asegurar una gestión que asegure la defensa del territorio.
Creo, por último, que las apreturas económicas actuales pueden ser más una ventaja que un impedimento para una reforma federal. Puesto que los recursos son escasos deberemos ser muy prudentes; la federalización ha de introducir, además de una racionalidad política, una eficiencia económica. Y tanto una como otra sólo son viables si se recurre a la asimetría de competencias de un modo muy cuidadoso, evitando los privilegios.
Pedro J. Sánchez Gómez es profesor del Departamento de Didácticas de las Ciencias Experimentales de la Universidad Complutense de Madrid