El catalán es la lengua propia de Catalunya, pero en ningún lugar está escrito que el castellano sea una lengua impropia o extraña. Esta complejidad catalana, incluido el carácter bilingüe de sus ciudadanos, es un valor añadido en la era de la globalización: las sociedades del siglo XXI son más plurales –también más conflictivas– y estamos mejor situados que otros territorios para administrar la complejidad
No sé si el proceso acabará produciendo una fractura social en Catalunya. Lo que ha producido ya es una fractura intelectual en el catalanismo. Así lo evidencia el manifiesto Per un veritable procés de normalització lingüística a la Catalunya independent. No haré un alegato en contra, entre otras razones porque conozco y respeto a algunos de sus firmantes, y porque comparto el objetivo de la promoción de la lengua catalana. Decía André Gide que “con buenos sentimientos se hace mala literatura”; en este caso, se ha hecho mala pedagogía. Puede defenderse –no es mi posición– el estatus del catalán como lengua territorial de Catalunya, pero no puede señalarse a la inmigración castellanohablante “como instrumento involuntario de colonización lingüística”. Sería tanto como decir que a inicios del siglo XX, cuando las jóvenes de la Catalunya interior iban a servir a Barcelona –y el servicio hablaba catalán–, los señores y las señoras de Barcelona que lo hacían en castellano eran agentes voluntarios de esa colonización.
Simplificaciones al margen, quiero aportar otro punto de vista. No se trata de un argumentario ad hoc, escrito como réplica al manifiesto de referencia, sino que recoge las aportaciones que hice en el debate Lengua y acogida, celebrado el 20 de noviembre de 2009 en el Institut d’Estudis Catalans. Partía de una constatación: el catalán es la lengua propia de Catalunya, pero en ningún lugar está escrito que el castellano sea una lengua impropia o extraña. Esta complejidad catalana, incluido el carácter bilingüe de sus ciudadanos, es un valor añadido en la era de la globalización: las sociedades del siglo XXI son más plurales –también más conflictivas– y estamos mejor situados que otros territorios para administrar la complejidad.
El bilingüismo no es un déficit, sino un superávit: aprendemos desde muy pequeños que el nombre de las cosas no se confunde con las cosas –una taula es también una mesa– y, a la vez que aprendemos a hablar, aprendemos también a tener una visión plural, poliédrica, de la realidad. Somos más fuertes porque somos más complejos. La mesa como “unidad de destino en lo universal” ya no existe; tampoco la taula. Los estudios sobre la relación entre bilingüismo e inteligencia constatan una mayor flexibilidad cognitiva entre los niños bilingües. Así, las asociaciones múltiples, ligadas al aprendizaje de dos o más lenguas, refuerzan el pensamiento creativo y la comprensión del otro.
En Catalunya no debemos caer en la tentación de ligar el futuro de la lengua catalana a la suerte de una apuesta política determinada; en este caso, del proceso independentista. Tampoco de un territorio determinado: la expresión Països Catalans es percibida por otras comunidades de habla catalana como portadora de una carga pancatalanista; no así el concepto de territorios de habla catalana. En el resto de España, la Administración central debería promover el catalán como lengua española, al igual que las otras lenguas españolas, en sintonía con el artículo 3 de la Constitución, a partir de aquel principio de que hay lenguas que se aprenden y lenguas que se comprenden. Un bilingüismo inteligente, en síntesis.
La Vanguardia, 12 de abril de 2016