La amplia movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha asistido
Al publicar la última edición de La realidad y el deseo, en 1958, Luis Cernuda redactó un extenso ensayo en el que explicaba el proceso personal y el aprendizaje literario que había creado aquella obra maestra de nuestra lírica. En Historial de un libro, se refirió a su contacto con los escritores británicos en tiempos de su exilio inicial y a la importancia que estos tuvieron en hacerle superar algunos aspectos que consideraba reprobables en la tradición lírica española: “Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic fallacy, lo que podría traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino de la expresión, no condescendiendo con frases que me gustaran por sí mismas y sacrificándolas a la línea del poema, al dibujo de la composición.” Tras haber asistido a la inaudita puesta en escena del debate de investidura los días 10 y 12 de noviembre, podemos afirmar que los escrúpulos de Luis Cernuda ante los vicios verdaderos de la poesía lírica española deben aplicarse a las falsas virtudes de la prosa parlamentaria catalana. El patetismo, que se presentaba como autenticidad emotiva, y la filigrana insignificante, que se nos proyectaba como contundencia argumental, consiguieron templar algunos momentos nucleares de un debate cuyo estilo rezumaba las aspiraciones de solemnidad que cabe esperar del reguero de jornadas históricas en que se ha convertido nuestro calendario institucional.
El regreso de la soberanía
La aspiración al dramatismo de palabra y gesto con el que nos obsequiaron algunas intervenciones no carece de coherencia con lo que se ha contemplado en este país desde hace algunos años. Ni siquiera merece mordacidad, cuando lo que expresa es la intensidad y la importancia de lo que viene sucediendo, aunque en una línea muy distinta a lo que se permite suponer el nacionalismo secesionista. Digámoslo con claridad y sin doblez. La amplia movilización de los catalanes es el resultado de una crisis orgánica del sistema, de una falla irrevocable en su edificio constitucional. No se trata solo de que el edificio necesita reformas. Estamos ante una rápida toma de conciencia de las clases populares de las limitaciones del régimen democrático parlamentario actual y del esquema de construcción europea al que se ha asistido. Lo que hay es la reivindicación de la democracia: es decir, de la soberanía. De la república, del derecho a decidir sobre demasiadas cuestiones que han sido alejadas de la voluntad de los ciudadanos.
La crisis ha tenido la virtud de desvelar el fondo de ciertas cuestiones que se consideraban accidentales y que son carga necesaria de la actual configuración de poderes a escala europea. La crisis, además, ha conseguido que los sufrimientos concretos, el aislamiento individualista y las experiencias fragmentarias con que la cultura neoliberal sustituyó las tramas de sociabilidad de las comunidades políticas previas a los años 90, hayan adquirido una vigorosa perspectiva de totalidad, de pertenencia a una misma peripecia colectiva, de profunda interdependencia. La derrota de la cultura social en que se fundaba el Estado del bienestar ha sido revisada gracias a la impunidad con que los gestores de la crisis creían que podían seguir actuando. Compartir el sufrimiento social en tan diversas formas y matices ha acabado por provocar el retorno de la comunidad consciente de sí misma. El “no more society” de la señora Thatcher ha concluido. Esa es, sin duda alguna, la cara más decisiva de la movilización que se ha producido en Catalunya y que sin la crisis sería inimaginable: entre otras razones, porque no se había dado cuando existían idénticos motivos si estos se reducen a la reivindicación de una identidad o a la reclamación de un Estado propio.
Reconozcamos, por tanto unas condiciones que podrían resultar tan prometedoras para quienes creemos que debe recuperarse la primacía de la política, la acción de los ciudadanos y el desdén por la percepción privatizadora del conflicto social. Saludemos también el retorno, aún difuso, vacilante y lleno de una sana disposición a equivocarse, de las tradiciones de emancipación, tan apagadas en momentos de anemia ideológica que siguieron al fin de los “treinta gloriosos”, a la descomposición del llamado “socialismo real” y a la devastadora pérdida de pulso ideológico de las izquierdas. Aplaudamos como es debido este destello democrático que ha venido a iluminar un paisaje cobrizo, aletargado en la sensación de que nada podía hacerse contra el curso determinante y autónomo de los hechos, como si los acontecimientos hubieran dejado de tener que ver con los sujetos históricos. El estado de excepción decretado por la crisis, acompañado de una suspensión de derechos sociales que se creía sin respuesta posible, ha llevado a una asunción de responsabilidades y de esperanzas, que contienen la exigencia del retorno del hecho político por excelencia: la fijación de la soberanía. En efecto, es la democracia lo que se reivindica. Es la cultura republicana. Es la nación organizada en comunidad política, y con la voluntad de una nueva legitimidad que no puede ser secuestrada por quienes ensanchan el reino del poder a costa del exilio de la ciudadanía. Pero con mucha más ambición y por caminos muy distintos de los que pretende el discurso secesionista dominante.
La representación parlamentaria
Es lógico que, arrancando de esa realidad en proceso de mutación radical, lo que se haya manifestado por los portavoces secesionistas en el Parlament haya sido el deseo de representarlo. Y de hacerlo en todos los sentidos que esta palabra posee. Lo que se ha querido, más allá de toda lectura razonable de los resultados electorales, ha sido concentrar en la bancada independentista un valor añadido de manifestación de la voluntad popular que no corresponde a lo que la ciudadanía ha votado. La cámara es la representante de la nación. Pero lo es en su conjunto. Ni siquiera puede identificarse con una mayoría fabricada mediante la absurda normativa cuya malevolencia sale a la luz siempre en momentos tan críticos y decisivos como estos. Aquí ya no se confunde la parte con el todo. Aquí se hace pasar el voto minoritario como la voluntad entera de una sociedad. O, como se ha dicho ya tantas veces, mediante el obsceno ejercicio de considerar la idoneidad del sufragio según su voltaje nacionalista. Tras haber superado las arcaicas nociones del voto censitario y del sufragio masculino, hemos llegado a una soberbia deformación de la democracia –incluso en su más humilde concepto procesal- para afirmar el valor distinto de los votos, según se ajusten con mayor o menor fidelidad a lo que es la nación según la imaginación nacionalista. Ni los votos valen lo mismo aritméticamente, según se depositen en Lleida o en Hospitalet, ni los sufragios son de legitimidad equivalente, según expresen una actitud nacionalista o procedan de una posición contraria. Si no fueran las cosas de este modo, ni se comprenderían algunas manifestaciones hechas en campaña acerca de qué organizaciones merecen ser consideradas parte del pueblo catalán y cuáles son meras franquicias españolas, ni se entenderían las actitudes que en el debate de investidura llegaron a poner de relieve algunas fases un tanto crispadas de las intervenciones secesionistas.
Claro está que estas actitudes han sido convenientemente compensadas con la retórica de un nacionalismo no menos contundente, que ha disfrazado su inmovilismo de respeto a la ley, aprovechando las chapuceras teorizaciones sobre legalidad y libertad, sobre primacía de la ley o primacía de la democracia, que tanto daño han hecho ya no al rigor del pensamiento jurídico que debería inspirar a quienes profesionalmente se dedican a la política, sino a la indispensable confianza y respeto de los ciudadanos a las garantías que proporciona la ley. Sustituir un orden jurídico por otro es tan respetuoso con la legalidad como mantener el que ya existe. Y si algunos no tienen empacho alguno en manifestar sus convicciones nacionalistas, sería de agradecer que otros no llamaran de otro modo a su forma de defender algo más que el orden establecido. Algo más, porque no han dejado de poner en el mismo saco de enemistad y de ilegítimas aspiraciones a quienes desean burlar la ley y a quienes aspiran a cambiarla respetando los procedimientos que la misma ley ofrece.
Me preocupa mucho más, en cualquier caso, que sea en el campo de la movilización por la soberanía, que creo que es el que ha dispuesto de un mayor apoyo de los ciudadanos, donde se produce una grave distorsión del concepto de representación política. Ya es reprobable considerar más auténticos los votos secesionistas que los que no lo son, porque el pueblo catalán ha dejado de ser una realidad para convertirse en cargo de libre designación por el nacionalismo. Pero hay algo más grave. Y es que en las sesiones de investidura se haya dado por sentado que la cohesión social de un pueblo que se ha movilizado por la democracia y que ha descubierto la urgencia de la conquista de la soberanía, solo puede realizarse en el marco del discurso, del espacio y de la estrategia secesionistas. Miquel Iceta llegó a decirlo de pasada, aunque su escasa disposición al patetismo de la jornada no le empujó a pronunciar una frase decisiva con mayor énfasis: “ a ver si por montar el Estado nos cargamos la nación.” Nada tenía que ver esta frase con el purple patch que denunciaba Cernuda: no es una frase feliz que vale por su propia sonoridad. Es una de las aseveraciones más contundentes y más cargadas de capacidad descriptiva de todo el debate. Pero podemos ir más allá: a ver si por establecer el secesionismo como única forma auténtica de conquistar la plenitud soberana del pueblo catalán, nos cargamos precisamente la oportunidad de lucha por la democracia y la soberanía que se han abierto en esta crisis de legitimidad.
¿Alguien puede dudar de que este sea el mayor riesgo a contemplar desde la izquierda? ¿Puede vacilarse en este punto, a la vista de las únicas alianzas que se plantean en el Parlament, y cuando lo que la CUP ofrece no es solo un acuerdo circunstancial, sino el arranque de un proceso constituyente hegemonizado por la derecha? ¿Cabe no comprender que la preocupación de la prensa conservadora está en la intolerable presencia de la CUP, pero no en el discurso secesionista en sí mismo, y mucho menos en la tranquilizadora división de la izquierda con que se paga esta preferencia? ¿Podemos prescindir del hecho clave de este proceso, que no es la ruptura de la legalidad, sino la quiebra de una posible mayoría social reformista que rompa, al mismo tiempo, con el dominio del bloque de poder en Cataluña y en el conjunto de España? ¿Podemos dejar de considerar, con la gravedad que merece, la marginalidad de los sectores de la tradición del PSUC, el carácter minoritario de la socialdemocracia y la conversión de un grupo como Ciudadanos en el primer partido de la oposición –y veremos a lo que nos llevan las elecciones del 20 de diciembre en este punto-? ¿Hemos de abandonar, en nuestro análisis y en nuestras propuestas, que a la abrumadora derrota del Partido Popular en Catalunya no ha seguido la formación de una alternativa que se inspire en la recuperación del movimiento organizado de las clases populares, dispuestas a llevar adelante un proceso de cambio radical en toda España? ¿Hemos de olvidar que la visibilidad agobiante del secesionismo, confundido con la reivindicación democrática de la soberanía, ha conducido a la creación de anticuerpos gestados en la misma lógica binaria, que se han plasmado en el éxito de Ciudadanos? ¿Hemos de despreocuparnos de la debilidad de un proyecto nacional, popular, regeneracionista, de tradición de clase y de inspiración en las culturas del PSUC y del PSC –a las que pueden sumarse nuevos movimientos de ruptura-, que se ha expresado electoralmente tras haberse manifestado de una forma tan rotunda en la pérdida de perspectivas políticas y de la ausencia de habilidad comunicativa?
De lo que se trataba desde el principio, y de lo que se trata aún ahora, es de señalar que el combate por la soberanía nada tiene que ver con la demanda de un Estado propio que pretende absorber toda la potencia movilizadora en solo una de sus posibles expresiones, cuya fuerza respectiva depende de la capacidad de dar orientación política a una demanda social. La verdadera conquista de un Estado propio no vendrá de una secesión liderada por la derecha. No hay en este aspecto más ruptura social que la que supone entregar el mando en plaza a quienes llevan treinta años gobernando una autonomía, aunque con un prestigio renovado y con la imagen inaudita de ser una vanguardia emancipadora.
El secesionismo es fruto de una hegemonía ya hecha, pero puede dar lugar a otra forma de hegemonía aún más difícilmente revocable. Es decir, la que otorgue a los sectores representados por Junts Pel Sí la dirección de una respuesta a la crisis de legitimidad en que nos encontramos. La que convierta a esta plataforma en la expresión orgánica de la movilización por la soberanía, por la democracia, por los derechos expropiados y por la conquista de una conciencia de comunidad que el individualismo salvaje neoliberal había logrado introducir, para romper cualquier experiencia de proyección social, de espacios compartidos, de tramas culturales destinadas a ofrecer al pueblo la residencia de su autonomía y de su libertad.
Hijos del pueblo
En efecto, el secesionismo se ha presentado en el debate parlamentario como el único modo de realización de estas ambiciones soberanas. De hecho, se ha presentado como la única forma legítima de conciencia nacional. Eso es lo que significaba, en el fondo, la frase de Iceta: ese Estado a construir destruirá la nación tal y como se ha manifestado en estos años, en favor de su plenitud soberana y en la reivindicación de un proceso de reconstitución institucional. Se agotará, con esa alianza absurda de izquierda y de derecha, el potencial reformador que ha tenido esta movilización, a la que ha querido señalarse con tanta insistencia, y con una desalentadora complicidad del discurso de la izquierda en buena parte del proceso, que la independencia y creación de un Estado más de Europa era la solución a nuestros problemas y la respuesta a la movilización más densa y prolongada a que ha dado lugar la crisis en el continente. Entregar un nuevo Estado a quienes han gestionado no solo la crisis actual, sino el funcionamiento regular del régimen desde el principio de la Transición y, desde luego, las orientaciones fundamentales de la política europea que se han diseñado cuando CiU tenía en sus manos un poder prácticamente absoluto en Catalunya.
Por ello me pareció tan escandalosa la intervención de Marta Rovira, que la prensa ha calificado de “emotiva”, y que fue recibida con prolongados aplausos por muchos de quienes, en realidad, deberían haberse sentido insultados por ella. El discurso de la señora Rovira cubrió el flanco “de izquierdas” del discurso de Mas, como si esa fuera la responsabilidad adquirida por Esquerra Republicana de Catalunya en la plataforma electoral. No bastaba con que el ya veterano presidente –y que, a este paso, acabará siendo un veterano presidente en funciones- lanzara una soflama reformista que nada tenía que ver con lo que ha hecho durante su mandato, y que nadie espera haga en el futuro su liderazgo para dar contenido al “Estado propio”. No bastaba, y tuvo que ascender al púlpito la señora Rovira para acabar su intervención con una de las más vergonzosas manipulaciones ideológicas que recuerdo en el Parlament, crispada por un timbre emocional y enardecida por una invocación al patriotismo social que, al parecer, solo quien esté por la secesión tiene el derecho a exhibir.
Marta Rovira llegó a decir que procede de una familia cuyos hijos eran puestos a trabajar antes de cumplir los doce años, en jornadas extenuantes que les hacían escupir sangre sobre los telares a los que les ataba la explotación social. Si la alusión era personal, la verdad es que la procedencia familiar de la señora Rovira es asunto que solo a ella concierne. Pero la cosa no iba de confidencia lanzada al hemiciclo para señalar un rasgo de identificación social. La señora Rovira pretendía colocar en la desembocadura del secesionismo una realidad de clase, una herencia de sufrimiento y una tradición de lucha que para nada es patrimonio de su partido, ni de su coalición ni de su proyecto en común con otras fuerzas secesionistas. Por el contrario: esas clases trabajadoras que escupieron sus pulmones en los telares de la burguesía catalana lo hicieron para dar beneficios a quienes forman políticamente a uno y otro lado nacional de la derecha social catalana. Por tanto, cuando miraba hacia su grupo arrobado por aquella soflama, a uno podía caberle la duda de si la diputada de Esquerra Republicana estaba exhibiendo una tradición común o lanzando una acusación particular.
Me temo que se trataba de lo primero. Y esa función de Esquerra Republicana no debería sorprendernos al recorrer una trayectoria que, desde la lucha por la democracia en la agonía del franquismo, ha dispuesto de todos los rasgos del oportunismo político. Esa Esquerra fue la que, en el Consell de Forces Polítiques de 1976, se dedicó a frenar todo protagonismo posible de los trabajadores en la lucha por la democracia, bloqueando las posiciones más rupturistas y optando por las más conciliadoras. Pero sobre todo, por las que liquidaran el excesivo protagonismo de l’Assemblea de Catalunya. Esa Esquerra fue la que, en 1980, en lugar de permitir que los trabajadores cuyos padres habían escupido sangre en los telares llegaran al gobierno de la nación catalana, pactaron con la UCD y con CiU la formación de un gobierno de derecha que selló el tipo de reconstrucción nacional de Catalunya que se emprendió. Esa Esquerra desapareció, satelizada y marginada, en etapas posteriores, hasta recuperar impulso con la llegada de la Crida y su conversión a un independentismo algo más que retórico. Esa Esquerra se entregó a forcejeos internos que la desactivaron hasta finales del siglo XX, hasta que pudo apoyar a Pujol frente a Maragall tras la victoria en votos del PSC en las elecciones de 1999. Esa Esquerra eligió a Maragall frente a Mas en el 2003. Y, luego, eligió a Mas frente a cualquier alternativa de izquierdas. Esa Esquerra no es un prodigio de rectitud, aunque habrá que reconocerle que sí es una prueba flagrante del sentido de la oportunidad y el pragmatismo.
Pero el pragmatismo debería expresarse en prosa más contenida, y sin derramar invocaciones a una genealogía que no le pertenece. Los aspavientos con que la portavoz de ERC quiso completar unas sesiones en que contemplamos penosas escenas de seducción frustrada, lejos de compensar los desaires propinados al presidente Mas por el señor Baños, solo lograron dar la impresión de que se pretendía disputar a la CUP –y no solo a la CUP- una herencia respetable que merece no ser desquiciada y ofrecida como precedente histórico del secesionismo. Uno entiende perfectamente las intenciones de Marta Rovira. Porque, en su percepción política, y en aquel lugar que trata de ocupar el secesionismo a expensas de la soberanía, de lo que se trata es de decirle a la izquierda representada en el Parlament que la hegemonía se construye de este modo: o todas las tradiciones que representan el socialismo, el comunismo, el federalismo y el anarcosindicalismo se resignan a integrarse ahora en un movimiento nacional de liberación, o estarán traicionando a su propia trayectoria histórica. No se conforman con querer representar a la totalidad de los verdaderos catalanes de hoy. Quieren encarnar al conjunto de las clases populares de la historia.
El discreto encanto del derecho a la autodeterminación
¿Sobre qué derecho se actualiza esta demanda de fusión entre la vieja lucha de clases y la nueva lucha nacional? Sobre lo que la misma diputada defendió como el permanente derecho a la autodeterminación de los pueblos. Creyó que con ello habría de incomodar a los diputados y diputadas de Catalunya Sí que es Pot –lo cual no puedo dudar; así están las cosas- y que pondría contra las cuerdas a todos los que nos encontramos en el campo ideológico y político de la izquierda. No es así. Entre otras cosas, porque creo haber argumentado en exceso hasta qué punto el secesionismo está frustrando las posibilidades abiertas por la movilización en favor de la soberanía. Nadie en su sano juicio puede pensar en adquirir la soberanía plena, incongruente con las condiciones de dependencia que aceptan los actuales gestores de la Generalitat, en la lógica actual del de la Unión Europea. Entre otras cosas –y no es la menor-, porque los famosos 72 diputados y diputadas ni siquiera están de acuerdo –y no lo estarían algunos de los que forman CSQP- en un tema crucial. Nada menos que en la precisión del sujeto soberano al que se refieren. Y si para unos ese sujeto es la actual comunidad autónoma de Catalunya, mientras que para otros la nación solo puede entenderse incorporando todos los ingredientes de los Països Catalans…¿de verdad puede afirmarse que existe la posibilidad de una estrategia de liberación nacional y la alusión al derecho a la autodeterminación?
Pero es que, además, ya sería hora de que la izquierda avanzara con algo más de tiento y tino por ese espinoso camino que parece más fácil esquivar a base de consignas que recorrer a fuerza de experiencia histórica. El derecho a la autodeterminación exige la capacidad del ejercicio de la soberanía. De otro modo, se convierte en mecanismo renovado de explotación de los pueblos, ya sea por la propia oligarquía local, ya sea en una cadena de dependencias que aprovechará las condiciones de debilidad estructural del pueblo constituido en Estado nacional. No hace falta entrar en las condiciones en que este derecho fue defendido en la historia de los movimientos democráticos y socialistas, y en su objetivación en declaraciones universales. Lo que sí haría falta es abrir el debate sobre la experiencia general de la construcción de nuevos Estados nacionales desde el inicio mismo de la descolonización. Y dedicar, claro está, una reflexión urgente a las condiciones en que se ha producido la aparición del escenario internacional que deriva de la crisis del espacio hegemonizado por la URSS.
Como las condiciones políticas y sociales de Catalunya poco tienen que ver con las que se hallaban en las naciones liberadas en procesos de lucha contra el imperialismo a lo largo del siglo XIX y tras la segunda guerra mundial, la portavoz de Esquerra Republicana se apresuró a buscar el apoyo documental de declaraciones que establecen la diferencia entre aquel proceso y el que fue justificado y promovido por el derecho a la autodeterminación después de 1945. E
En lo que se refiere a independencias producidas antes de la crisis de la URSS, será cuestión de empezar a recordar cómo se construyeron naciones desde Estados, y no al contrario. Cómo la lucha contra la dominación imperial española dio lugar a un reparto de poder entre oligarquías regionales americanas que convirtieron sus espacios de dominación en repúblicas que poco tenían de soberanas. Será cuestión de que la izquierda deje de dar algunas cosas por sentadas, porque suenan bien –Cernuda hablaría de purple patch- y que confunden el verdadero sentido y dirección de la liberación de los trabajadores y los pueblos explotados. Con el derecho a la autodeterminación en la mano, vio el mundo construirse Estados y naciones al servicio de quienes practicaban la discriminación racial de los pueblos originarios. Con el derecho a la autodeterminación en la mano, se incitó desde poderes centrales una ruptura de Estados dependientes destinada a la apropiación de recursos naturales de la zona, con la cómoda intermediación de un gestor más dócil.
En lo que afecta a las experiencias más próximas, deberíamos empezar a abrir el debate sobre la consistencia de algunos sujetos soberanos y sobre el verdadero carácter de “autodeterminación” que han tenido procesos de ruptura nacional y estatal en la Europa del Este o en el Oriente Próximo. Porque no toda independencia es fruto de la voluntad de autodeterminación, ni toda construcción de Estado mantiene las garantías de la emancipación general proclamada como causa de la ruptura. Por lo que no nos hallamos ante un principio general a invocar al modo de San Agustín de Hipona –por tomar la fuente que utilizó Baños en la segunda de sus intervenciones-: “¿quién os invocará sin conoceros?, porque así se expondría a invocar otra cosa muy diferente de Vos, el que sin conoceros os invocara y llamara.” En la fiebre de una invocación que desconocía el objeto de su llamada, pero sabía sacar los réditos políticos de la mística de una ciega movilización, hemos visto constituir regímenes al servicio de mafiosos y caciques, hemos visto la construcción de Estados cuya definición nacionalista se aproxima al totalitarismo. Hemos visto absorciones que han condenado a pueblos enteros, conscientes de su soberanía, a la condición de ciudadanos subalternos, gobernados por quienes han dirigido el proceso de constitución de un Estado presuntamente “reunificado”.
Evitar la frustración, defender la soberanía
Pero el encanto del derecho a la autodeterminación no solo es discreto, sino altamente seductor. Sencillamente, porque nadie lo discute como principio, y acaba no discutiéndolo como horizonte o como estrategia, a las que no se da el nombre de derecho a la autodeterminación por los actuales inquilinos de la Generalitat, sino “derecho a decidir”. Probablemente, porque la derecha que gobierna el proceso intuye la fuerza democrática y popular que puede tener una literal apreciación de la palabra “autodeterminación”, sin que pueda tranquilizar del todo a nuestros conservadores populistas los ejemplos de continuidad en la servidumbre social que las experiencias de independencia permiten contemplar en nuestro continente. A ese horizonte y a esa estrategia se subordina todo, incluyendo, en este caso, que la crisis orgánica del régimen haya ido a depositarse en el campo de juego que más le conviene a los sectores conservadores de Catalunya. Y ese campo es el que impide la unidad de la izquierda, la convergencia de los trabajadores, el debate sobre cómo organizar esa fascinante conciencia democrática que se ha revitalizado con la crisis, y que ha permitido una rápida politización de las masas. No dejar que la lucha por la soberanía quede a medio camino, y mucho menos en esa paradójica vía muerta que se presenta como culminación, es lo que nos corresponde. Y habrá que armarse de argumentos sólidos y de paciencia histórica. Muchos argumentos y mucha paciencia. Para evitar ese terreno de consignas y de prisas en que se mueven, como pez en el agua, quienes abominan de la ruptura democrática que, por primera vez en muchos años, parece posible constituir sobre una gran mayoría social. El escenario de ese cambio nunca podrá ser el que nos ofreció de forma tan elocuente el debate parlamentario de los días 10 y 12 de noviembre. Habrá de ser el que establezca otra hegemonía, otras alianzas y una síntesis destinada a la formación de un gran bloque histórico en España. Es muy difícil. Y no soy muy optimista. Pero, en este caso, como en tantas otras ocasiones, el camino más sencillo es el que no lleva a ninguna parte. Es el que lleva, como ocurría a los extraños habitantes de aquel reino al otro lado del espejo que visitó Alicia, a correr mucho para no tener que moverse de sitio.
Sant Just Desvern, 13 de noviembre 2015
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