Opinión

Hubo un tiempo en el que se podía ser catalanista sin ser nacionalista. Pero ahora ya sólo se puede ser independentista o contrario a la independencia (y por lo tanto, y para demasiados, anticatalán). No hay matices. Ni siquiera los federalistas se salvan de esta hoguera. Y hasta se da la paradoja de que, mientras en la mayoría de Europa el federalismo es la solución, aquí se plantea como un problema. Tal vez sería hora de reformular un nuevo catalanismo del siglo XXI, que acepte y reconozca que, a través de España, formamos parte de la Unión Europea

La única verdad es la realidad” es una cita generalmente atribuida a Aristóteles, aunque también la usara Kant y desde luego la repitiese más de una vez Juan Domingo Perón, por lo que es muy popular entre los argentinos. Aristóteles –del que, recordémoslo, Bertrand Russell abominaba– probablemente se estaba manifestando contra Platón, el de las anchas espaldas, y su pensamiento idealista (y digamos que utópico). Pero en cualquier caso, la frase ha quedado como paradigma de que hay que hacer lo que hay que hacer y que las cosas son lo que son, voluntarismos y ensoñaciones al margen. Perón, que no era precisamente un pensador, aunque sí un maestro en un estilo de hacer política y de sumar adeptos a su causa, usó la frase para argumentar desde subidas de precios o aranceles a temas más prosaicos como reconocer la caída en desgracia de algún miembro de sus gobiernos o incluso para señalar conspiraciones internacionales contra Argentina.

Pero pese a Perón y a la contundente evidencia de la frase, me temo que la sentencia está equivocada, porque realidades hay tantas como espectadores de un fenómeno. Y verdades, verdades hay pocas y pueden mudar de un día para otro. Véase si no la actual situación de Catalunya, donde muchos tienen como una realidad casi al alcance de la mano la secesión de España. Y su verdad es tan firme que ganaron las pasadas elecciones en escaños y, según ellos, en votos. Porque los votos de Catalunya Sí que es Pot, que en campaña contaban como no independentistas (y que en su programa no llevaban la independencia, aunque sí un referéndum), ahora suman como independentistas. O, por poner otro ejemplo obvio, frente a las dificultades para permanecer en la Unión Europea en caso de declaración unilateral, la fe del carbonero en que estaremos en la UE contra toda evidencia…

Realidades y verdades hace tiempo que están ausentes del juego de certezas en el que vivimos, donde muchos asistimos atónitos a declaraciones y contradeclaraciones sin asomo de diálogo ni de racionalidad.

No es que el debate se haya empobrecido. Es que, salvo contadas excepciones, no hay debate. Sólo confrontación y choque de carneros.

Y el catalanismo, esa corriente que en buena medida fluye por todo nuestro siglo XX, desde el Memorial de greuges de 1885 o las Bases de Manresa de 1892, según se quiera vincular más o menos a un tradicionalismo también de largo recorrido entre nosotros, se ha quedado casi huérfano de ideas y de defensores, habiendo sido sustituido por un único ideal: la independencia, sin matices, ni dudas, ni titubeos.

Hubo un tiempo en el que se podía ser catalanista sin ser nacionalista. Pero ahora ya sólo se puede ser independentista o contrario a la independencia (y por lo tanto, y para demasiados, anticatalán). No hay matices. Atrás han quedado los catalanistas regionalistas y los autonomistas. Ni siquiera los federalistas se salvan de esta hoguera. Y hasta se da la paradoja de que, mientras en la mayoría de Europa el federalismo es la solución, aquí se plantea como un problema. Y se niega, claro está, ese escalofrío que corre por la espalda a muchos europeos cuando escuchan hablar de nacionalismo.

Tal vez sería hora de reformular un nuevo catalanismo del siglo XXI, que acepte y reconozca que, a través de España, formamos parte de la Unión Europea. Y que la independencia formulada con la visceralidad e irracionalidad que en buena medida se echa de ver en estos días es una rémora del pasado. Si se quiere, una proyección del XIX en este todavía nuevo siglo. El catalanismo, ese catalanismo renovado, puede aspirar a participar en una Europa de las regiones que ayude a disminuir o hasta anular los viejos estados; debe tener un proyecto, entre liberal y socialdemócrata, para solucionar los problemas de la gente; repensar y pactar la educación; bregar con un mundo global, interdependiente y mestizo y, sobre todo, debe mejorar nuestras vidas y permitirnos conservar todo lo mucho y bueno que hemos logrado.

Habrá, por supuesto, que buscar y renovar un pacto con España y con el Estado español. Y ya sea por la vía federal, o por la vía política y jurídica que sea, el catalanismo deberá buscar no sólo la identidad y el beneficio propio, sino también la convivencia y el bien común. Difícil y hasta imposible, me dirán. Puede ser. Pero creo que nos situaría en un horizonte de reflexión, respeto y progreso mucho mejor que el que ahora mismo se nos plantea, en el que separarse de España es la argamasa que une a unas ideologías y propuestas políticas me temo que irreconciliables entre sí. La coherencia de la incoherencia, si me permiten la expresión.

Desde un catalanismo renovado y responsable habría que buscar convertir España en un Estado evidentemente plurinacional. Orgulloso de serlo, incluso, superando de una vez la cuestión territorial y el juego perverso de identidades que se niegan mutuamente. Y sí, habrá que buscar interlocutores y convencerlos. Evidentemente. Y, una vez más, presumiblemente no será fácil. Pero personalmente estoy convencido de que hay que intentarlo, porque esta voluntad de independencia que se pregona unánime, nos ha desunido y desnortado. Y nos ha debilitado.

 

La Vanguardia, 11 de octubre de 2015