¿Puede una persona que se autodefine de izquierdas levantar fronteras y muros y dejar la solidaridad en el cuarto trasero? Todas las soberanías del siglo XXI están destinadas a ser compartidas y el federalismo es la fórmula que permite organizarlas mejor ejerciendo al mismo tiempo el autogobierno y la solidaridad
Zygmunt Baugman es citado en el excelente libro de entrevistas de Carles Capdevila, ‘Entendre el món’, con una frase demoledora pero clara: “La soberanía es un concepto zombi; está muerta pero hace ver que está viva. Ningún estado soberano puede hacer lo que quiere”. Entender el mundo en pleno siglo XXI también comporta comprender que la palabra soberanía puede estimular corazones y sentimientos pero vive más en la imaginación que en la realidad.
Desde hace tres años, como en las antiguas películas del oeste, atendemos en Catalunya a una consideración parecida a la de buenos y malos. Catalanismo soberanista bueno, y los otros, sean catalanistas o no, malos. Esta estricta división ha escindido partidos de solera como el PSC y ha roto casi por la mitad a partidos aún más antiguos como UDC. Incluso las nuevas plataformas sociales y sus líderes nos hablan de soberanía nacional como si de esta manera defendieran mejor los intereses de la “gente” a la que desean representar.
¿Qué tiene de mágica la palabra soberanía para conseguir realizar profundas escisiones en personas que a buen seguro de buena fe creen defender algo muy importante para su entorno? ¿De dónde viene la palabra soberano?
Soberano es el sujeto cuyo poder depende de Dios. Es en realidad un sujeto teológico. Para Hobbes, la soberanía es una imitación literal del poder de Dios. La soberanía no es meramente un poder superior o supremo, sino uno que somete colectivamente a sus súbditos por su majestad y poderío. Desde sus inicios la soberanía de los estados estaba asociada a la superioridad. Soberano es estar por encima de otro, para dominarlo, destruirlo o gobernarlo según tus directrices.
Si hay una palabra que me inspire poca confianza es la palabra soberanía porque en democracia de igualdad de oportunidades y derechos nunca he deseado que nadie se sienta por encima de mí ni yo deseo estar por encima de nadie.
Y sin embargo constato que muchas personas se definen como soberanistas como si al hacerlo definieran alguna cosa más que la necesidad de reafirmarse. Además de ser una palabra hueca o ahuecada, es una palabra que ha sido incorporada por los medios de comunicación, que hablan del “soberanismo” como si estuviéramos hablando de algo real. Si ustedes buscan la definición de soberanismo en medios digitales les remitirán al llamado “proceso” o a como se definen los que desean la independencia de Cataluña. El soberanismo como palabra mágica sustituye todo programa o definición de cómo se desea el futuro de la sociedad donde se vive.
Sin embargo la soberanía es imaginaria, como fantasía de un poder que se desea tener cuando en realidad ese poder radica en la economía global (en forma de decisiones constantes de capitalismo financiero) o en religiones globales que manipulan las mentes de miles de personas sumidas en la pobreza, el analfabetismo y la explotación de sus mismos sacerdotes, imanes o líderes.
Las fantasías aunque se quieran realizar chocan con el terreno de lo real, creando un sistema social de delirios, extrapolaciones y proyecciones y, por otra parte, se interioriza profundamente como una nueva forma de identidad y se exterioriza en formas teatrales con gesticulaciones, amenazas, hojas de ruta que son proyección de la misma fantasía y programas alejados completamente de la realidad y las necesidades sociales.
Los que necesitan denominarse soberanos cuando la soberanía está en declive ¿qué necesitan realmente? ¿Se lo han preguntado? Según Wendy Brown, autora de ‘Estados amurallados, soberanía en declive’, en una época de “soberanía del estado-nación en declive, la creación de muros y nuevas fronteras es la encarnación material de este resto teológico”.
Hay un profundo viaje que nos remite al inconsciente de las personas que precisan sentirse fuertes e impenetrables, cuando se desmorona el entorno. Poner murallas a las vidas y construir nuevas fronteras, separar ciudadanos y extranjeros, emigrantes y nacionales, sólo refuerza a la persona que, sin ello, se siente débil, confusa, humillada o desconcertada. Como los países que ante la avalancha de refugiados, y emigrantes, sólo alzan muros de hormigón, refuerzan las barreras en el paso de Calais, o abren líneas policiales dobladas y reforzadas para evitar que los sirios que han huido de las matanzas en su país puedan llegar a Macedonia y a su esperada Itaca-Alemania.
¿Puede una persona que se autodefine de izquierdas levantar fronteras y muros, preservar sólo sus propias ansias de poder y de riqueza, y dejar la solidaridad en el cuarto trasero? Por eso la iniciativa del Ayuntamiento de Barcelona, en boca de su alcaldesa, que ha ofrecido refugio al escuálido número de refugiados que piensa acoger el gobierno de Rajoy, es digna de felicitación.
Todas las soberanías del siglo XXI van a ser compartidas, menos soberanas y en el futuro federadas, por ser la fórmula que mejor permite ejercer el autogobierno y al mismo tiempo la solidaridad humana. Las soberanías de todo tipo quizás todavía no son zombis como decía Baugman, pero como forma de gobierno van a ser una losa para el progreso de los pueblos y un estímulo para la creación de odio entre personas. Por suerte en pleno siglo XXI los verdaderos estadistas que saben ya que sus soberanías están en declive, intentan empezar a aprender las fórmulas del pacto y la negociación; en definitiva, las formas federales de convivencia.