Se trata de generar, con una declaración unilateral de independencia, la suficiente inestabilidad económica y financiera, como para que en Bruselas, e incluso en Madrid, la reconocieran por hartazgo. Cuanto peor, mejor. Y ya puestos a hacer, le encontraran a la República Catalana un hueco en las instituciones europeas. Ocurre, no obstante, que algo así crearía jurisprudencia, y podría alentar a otros territorios a emprender la vía secesionista después del “éxito” catalán. ¿O se pretende una declaración en el sentido de “Cataluña sí, pero nadie más”?
El gobierno de Mas está derrochando mucho esfuerzo, y dinero del contribuyente, para conseguir algún éxito a nivel internacional, que le permita sacar pecho ante Madrid. Pero sobre todo para edulcorar la mentira de que la entrada de la República Catalana en el “concierto de las naciones”, por utilizar un clásico, no planteará ningún problema. Esto es por supuesto especialmente importante en relación con Europa. En definitiva, se quiere una Cataluña soberana para, rápidamente, ir a Bruselas y renunciar a gran parte de esa soberanía.
Con coordenadas diferentes, la iniciativa de internacionalización de la “cuestión catalana” tiene precedentes desde hace casi un siglo. Creo que vale la pena echarle una ojeada a dichos intentos previos para intentar comprender el presente. Es una de las tareas de la historia.
Todo comienza con el fin de la Gran Guerra y los 14 puntos de Wilson. A socaire de aquella iniciativa, que pretendía crear estados europeos como expresión de las diferentes nacionalidades, a los soberanistas del momento se les ocurrió que podrían acogerse. Aliadófilos, presentaban al Estado Español poco menos que como un amigo vergonzante de las derrotadas potenciales centrales, con déficits democráticos importantes (¿les suena?) respecto a los sistemas parlamentarios de los vencedores. Entre los “enchufes” que se buscaron para dar cuerpo a la iniciativa, estuvo el mariscal Joseph Joffre, uno de los mandos más militaristas y carniceros de las fuerzas de la Entente. Pero por supuesto todo podía perdonársele dado que, como nacido en el Rosellón, era catalán. Se le hizo objeto de un gran homenaje, plasmado en un libro de tardía estética modernista, y se le nombró presidente de los Juegos Florales de 1920. La utilización del tal figurón, ya bastante desprestigiado, no aumento en nada la probabilidad de que se planteara la irredención catalana.
Por aquellos mismos años tuvo lugar una iniciativa todavía más pintoresca, protagonizada por Companys. Enterado de que uno de los puntos, el octavo, de la Tercera Internacional, era el derecho de autodeterminación, se planteó la posibilidad de que su partido, el Republicà Català, pudiera adherirse al Komintern. Por supuesto que dicho punto no reconocía la autodeterminación de forma global, sino tan solo para situaciones coloniales o de opresión. Cabe preguntarse si Companys se lo había leído o entendido. Pero tampoco hay por qué recriminarle. Antonio Elorza, por ejemplo, seguía haciendo la misma interpretación, no hace muchos días, en la prensa diaria.
A partir de ese momento los intentos han sido variados, muchas veces rozando el sainete, y casi siempre dominados por el oportunismo, sin demasiada preocupación ética.
La intentona de acción armada de Macià en Prats de Molló, destaca especialmente. Ahí se mezcló de todo. Ejemplos: viaje del líder a Moscú, para recabar el auxilio de la Komintern; reclutamiento de supuesto antifascistas italianos (en realidad, bastantes de ellos pululaban por los bajos fondos parisinos), incluyendo un supuesto nieto de Garibaldi, que resultó ser un agente de la policía política de Mussolini.
Los coqueteos con el fascismo italiano no se detuvieron ahí. Son bien conocidas las amistades en ese ámbito de Josep Dencàs, uno de los principales protagonistas del 6 de octubre de 1934.
El partido de Dencàs, ya con él en el exilio, protagoniza en plena guerra civil (noviembre de 1936), un intento de golpe de estado, que hubiera derrocado a Companys, para declarar la independencia y ponerse bajo la protección de Francia. En los años posteriores, hay de todo. Desde sospechas de connivencia con el nazi-fascismo en la Francia ocupada (el mismo Pompeu Fabra gozó de la protección de los felibres colaboracionistas), hasta coqueteos con la CIA.
En la etapa actual se sigue en la misma tónica de buscar algún apoyo, de forma indiscriminada. Ya sea algún congresista estadounidense ligado al “Tea Party” (y a cierta industria farmacéutica catalana, según algunas opiniones), o algún político de la izquierda radical, como Varoufakis (quizá por afinidad pijo-alopécica con Romeva).
Por supuesto que los esfuerzos han dado magros resultados. Que una Cataluña independiente quedaría encerrada en un “ghetto”, parece más que evidente. Y de eso creo que son plenamente conscientes los que cortan el bacalao en el proceso soberanista. Personalmente creo que todos esos gestos van dirigidos a la galería, no ya solo para tranquilizar a su electorado, sino para aparentar que realmente les importa la escena internacional. Les importaría si vieran las posibilidad de conseguir un cierto reconocimiento diplomático, pero saben que en primera instancia eso es imposible. En consecuencia, la jugada internacional va por otros derroteros. Se trata de generar, con una declaración unilateral de independencia, la suficiente inestabilidad económica y financiera, como para que en Bruselas, e incluso en Madrid, la reconocieran por hartazgo. Cuanto peor, mejor. Y ya puestos a hacer, le encontraran a la República Catalana un hueco en las instituciones europeas. Ocurre, no obstante, que algo así crearía jurisprudencia, y podría alentar a otros territorios a emprender la vía secesionista después del “éxito” catalán. ¿O se pretende una declaración en el sentido de “Cataluña sí, pero nadie más”?
La pelota está en el aire. La maniobra puede fracasar si después de un primer momento de alarma, con el consabido disparo de la prima de riesgo, por ejemplo, una actitud firme de las dos capitales mencionadas tranquilizase a los mercados. En definitiva, la internacionalización de la cuestión catalana se ha conseguido al fin, no por la pericia del soberanismo, sino por el proceso de globalización en marcha. Sembrar el caos es la única esperanza.