Opinión

Los nacionalismos europeos han desplegado estrategias similares para salir de la crisis: todas ellas ponen el acento en lo suyo y rehúyen las opciones mancomunadas europeas para salir de la recesión económica. Sucede que para preservar el Modelo Social Europeo (MSE) los países del Viejo Continente sólo pueden actuar conjuntamente

Sean estatalistas o sin-estado, los nacionalismos proyectan la superación de la crisis con la simplificación soberanista. En el Viejo Continente, el desafío nacionalista cuestiona abiertamente la aspiración expresada por los ‘padres’ del Tratado de Roma de conseguir “una unión sin cesar más estrecha entre los países europeos”. Los nacionalismos más combativos quieren desandar lo recorrido en el proceso de Europeización iniciado en 1957. En el Reino Unido, por ejemplo, los eurófobos de UKIP así lo plantean en su manifiesto para las elecciones británicas del próximo 7 de mayo.

Cincuenta años después de la creación de la Comunidad Económica Europa (CEE), la crisis financiera desatada por el capitalismo de casino de matriz anglo-norteamericana ha azuzado los particularismos nacionales europeos llevándolos en ocasiones hasta el paroxismo populista y xenófobo. Tales efectos políticos del crack de 2007 suscitan una menor atención analítica, aunque su patología es potencialmente letal para el sueño de la Europa unida.

Los nacionalismos europeos han desplegado estrategias similares para salir de la crisis. Todas ellas ponen el acento en lo suyo y rehúyen las opciones mancomunadas europeas para salir de la recesión económica. El atajo nacionalista persigue reforzar la independencia y soberanía políticas dentro de las fronteras establecidas. Con una mayor independencia en la toma de decisiones socioeconómicas y políticas, se arguye, sería posible no sólo superar las políticas de austeridad y empobrecimiento, sino mejorar la calidad de vida merced a la productividad y capacidad competitiva de cada país. Además, el círculo virtuoso del autointerés nacional premiaría los esfuerzos que cada país estuviese dispuesto a realizar, evitando solidaridades mecánicas, riesgos morales o el gorroneo (free-riding) de las naciones menos esforzadas. El tradicional argumentario del etnocentrismo, mediante el cual los grupos humanos culpan a los ‘otros’ de sus propios males, cobra una renovada vigencia. Las naciones europeas parecen haberse convertido en ‘adversarios externos’ entre ellas mismas.

Sucede que para preservar el Modelo Social Europeo (MSE) los países del Viejo Continente sólo pueden actuar conjuntamente o disolverse en un hibrido de economía política desnaturalizador de sus legitimidades sociales y políticas. En la articulación de un modelo alternativo a la individualización remercantilizadora de corte norteamericano y a la aplicación de un neoesclavismo en economías de gran proyección como la china o la india, la acción por libre de los estados europeos está condenada al fracaso por su incapacidad para condicionar por si misma a los mercados financieros. Son estos últimos lo que han impuesto el modo, el ritmo y los alcances de las actuaciones económicas de los soberanos Estados europeos. Incluso aquellos países centrales europeos más capaces de articular estrategias independientes (Alemania, Francia o Reino Unido), hace tiempo que certificaron amargamente su impotencia para implementar por si solos opciones descoordinadas.

En proporción al PIB, el valor de las transacciones financieras en 1990 equivalía aproximadamente a quince veces el PIB mundial. Una vez desencadenada la crisis económica, tal proporción se elevaba a 70 veces el PIB de todo el mundo. Si se considera que las transacciones al contado representaban en 2010 prácticamente el mismo porcentaje del PIB global que en 1990, el incremento de las transacciones financieras en un período de apenas 20 años había alcanzado el 400%, lo que correspondía en su práctica totalidad a productos derivados y otros instrumentos de nuevo cuño. Tal volumen financiero sobrepasaba con creces la escasa capacidad de las naciones europeas por aplicar políticas económicas soberanas. Buena parte de ellas siguen comulgando con los postulados neoliberales, creyendo así que se beneficiarían individualmente en el contexto global.

La solidaridad multinivel en aras del mantenimiento del modelo social europeo es la mejor prescripción para su supervivencia. Los atajos nacionalistas en pos del espejismo de la soberanía apuntan a la fragmentación de un Viejo Continente cada vez más interdependiente. En términos prosaicos ello comporta transferencias de rentas de los países más ricos (generalmente del centro y norte europeos) a los países menos ricos (del sur y este continental). Tal regla de solidaridad se legitima en la actitud mayoritaria de los europeos a favor del modelo social europeo, institucionalizado en una invención europea como es el Estado del Bienestar. De éste se espera que proteja a los ciudadanos de las consecuencias perversas de las fuerzas del mercado, y que lo embride con actuaciones que controlen sus externalidades negativas. La contradicción aparente entre las medidas tomadas en clave nacional para la superación de las crisis del euro, y la apabullante efectividad de la acción continental por las simples declaraciones mediáticas de Mario Draghi el 6 de septiembre de 2012, constituyó un episodio muy revelador. Quedó patentizado entonces que la caída de la onerosa prima que España e Italia debían pagar para poder seguir financiando su deuda pública nada tenía que ver con las políticas nacionales efectuadas en dichos países.

El paso de la dimensión nacional-estatal a la continental europea es el reto político más decisivo para el futuro de la Unión Europea. Una transformación de tal envergadura se favorecería mediante una europeización efectiva de los partidos políticos y de otros actores representativos de los intereses organizados en el Viejo Continente. Pretender, por ejemplo, una mayor armonización económica, mediante la intervención activa –y en ocasiones decisiva– del Banco Central Europeo, o la mutualización de la deuda pública, sin articular una europeización transnacional de los partidos políticos, ni del marco comunitario de decisión política, es una invitación permanente para que los nacionalismos sigan buscando atajos de soberanía.