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El tópico sobre los gallegos queda liquidado con Francisco Caamaño (Cee, A Coruña, 1963). El hombre que tuvo que gestionar como ministro de Justicia el recorte del Tribunal Constitucional (TC) a un Estatut que él ya había cercenado primero como negociador del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no rehúye ninguna pregunta y ofrece contundencia en las respuestas (Entrevista de José Rico)

–Siendo ministro de Justicia, afirmó que la sentencia del Estatut marcaría el futuro del Estado de las autonomías. Visto lo que ha pasado después en Catalunya, ¿fue el principio del fin del Estado autonómico?
–Fue el principio de otro Estado de las autonomías. En la medida en que el tribunal, en vez de evolucionar, da marcha atrás e impide que el sistema autonómico pueda seguir avanzando, la necesidad de una reforma de la Constitución que adapte el diseño territorial de España a los nuevos tiempos se hace indispensable.

–¿Sin aquel recorte se hubiera evitado la pulsión independentista?
–Es difícil hacer ucronías, pero es innegable que la sentencia tuvo un impacto evidente. Todos los incidentes durante el proceso de deliberación, con recusaciones de magistrados incluidas, hizo que se fuesen calentando los ánimos. Y tras el fallo se plantearon las cosas en términos de ganadores y perdedores. Los perdedores exageraron los términos de la derrota y los supuestos ganadores exageraron sus éxitos. Al final, ese Estatut nunca llegó a contar con un apoyo decidido de casi nadie, lo que menguó su legitimidad.

–Si todos actuaron mal tras aquella sentencia, ¿qué autocrítica hace usted de la manera en que el Gobierno del PSOE gestionó el fallo?
–Seguro que hay que hacer autocrítica, pero el Gobierno tuvo una intervención relativa en todo el proceso. El presidente Zapatero alentó la reforma del Estatut, el Parlament elaboró un proyecto de máximos sabiendo que era de máximos, y cuando el texto llegó al Congreso y hubo que resituarlo la opinión pública catalana ya no lo comprendió. Por supuesto, hubo una presión enorme dentro del PSOE. Había miedos, temores y declaraciones encendidas que hacían muy difícil mantener la calma. Parecía la ocasión de ordenar para otros 30 años el problema que ya estaba apreciándose de resentimiento y de ruptura de algunas costuras del Estado autonómico. Pero esto no fue entendido ni por la derecha ni por parte del propio PSOE.

–Si para reformar la Constitución hace falta el apoyo del PP, ¿qué viabilidad tienen entonces esos planes de reforma federal del PSOE?
–El presidente Mariano Rajoy ha jugado en estos últimos años a la resistencia porque tiene mayoría absoluta, pero otra cosa es el escenario que podemos tener a finales de año. A lo mejor aceptar que la reforma constitucional es necesaria forma parte de la supervivencia política del PP. Los escenarios son cambiantes y estamos en una dinámica de reforma de muchas cosas de nuestra Carta Magna, no solo la cuestión territorial.

–Usted emplea ahora palabras como ‘federalismo’ o ‘nación’ que cuando negociaba el Estatut eran malditas. ¿Por qué los catalanes se tienen que creer que ahora sí se aceptará?
–Porque han cambiado muchas cosas. El TC y otras instituciones han pagado algunos costes desde aquella sentencia. Los agravios identitarios en una democracia solo se solventan con políticas de reconocimiento. Llamar a las cosas por su nombre y romper los tabús también es necesario muchas veces. Si nuestra Constitución reconociese como naciones a Catalunya, Euskadi y Galicia, aunque eso no les dé mayor autogobierno, situaría en términos de dignidad a las personas de esos territorios.

–Parece que limita las reivindicaciones a las cuestiones simbólicas, pero en Catalunya también hay malestar con la financiación, el déficit de infraestructuras…
–Por supuesto, en la reforma hay que abordarlo todo. Pero lo que más me preocupa no es el problema del reparto de poder, sino el problema de no humillar a las personas. En España hemos confundido la desigualdad con la diferencia. La desigualdad se puede corregir con políticas de igualdad. Pero la diferencia no se corrige, se respeta y se integra.

–¿Es partidario de que la reforma de la Constitución incluya el derecho a decidir de las autonomías?
–Sería algo muy exótico. Una Constitución que permitiese consultar sobre la secesión de una parte de su territorio dejaría de ser una Constitución, porque estas leyes se basan en un pacto de lealtades que en tal caso se rompería. Sería ilógico. Sin embargo, sí cabría la posibilidad de que los territorios puedan ser consultados sobre su nivel de satisfacción en relación con la política del Estado.

–Imaginemos que se impulsa la reforma constitucional, pero los catalanes la rechazan en referéndum. ¿Abocaría eso ya sin ambages a un referéndum independentista?
–En tal caso tendríamos un problema constitucional serio de legitimidades. Pero todo dependería de las mayorías que se obtuvieran. Una reforma de la Constitución con una participación baja sería mala para toda España, pero también me cuesta imaginar una reforma sin el acuerdo de los partidos nacionalistas.

–CiU y ERC están negociando una hoja de ruta hacia la independencia y las elecciones del 27-S podrían otorgarles mayoría en el Parlament. Si esto se produce, ¿qué debería hacer el Gobierno central?
–Pues el Gobierno sabrá que tiene una mayoría de diputados independentistas, pero serán diputados que una vez se sienten en sus escaños actúan en un marco legal al que tienen que obedecer. El problema del derecho a decidir es que el derecho que está decidido no es derecho. El derecho lo hacen las personas que hemos elegido y no hay más derecho que el que emana de las leyes.

–¿Prohibir la consulta del 9-N y el sucedáneo posterior fue un error?
–No lo sé, pero se han cometido errores muy graves. No es bueno jugar a la alegalidad, como ha hecho la Generalitat. Usar el derecho para aparentar que se consigue democracia genera ficciones políticas difíciles de canalizar en la sociedad.

 

(El Periodico, 22 de febrero de 2015)