Me niego a admitir que en el seno de una gran tradición combativa (anarquista, comunista, socialista…), y en el que otrora fue un poderoso movimiento sindical, no pueda surgir una alternativa a tanto confusionismo oportunista. En cualquier caso, se trata de una tarea urgente
Las aguas catalanas andas agitadas: fastos fetichistas del tricentenario; charlotada del 9 de noviembre; mea culpa de Jordi Pujol, padre; “resurrección” de Artur Mas, con la consiguiente amenaza de “hacernos libres” mediante elecciones plebiscitarias a unos pocos meses vista; corrupción que atañe a tirios y troyanos (ERC insiste que ellos no saben nada de eso, obviando que cierto conseller en ejercicio se dedicaba al contrabando de tabaco). Total, que para demostrar que la meta a la que qué nos conduce a empujones el president, será un verdadero Valle de Josafat, se ha decidido crear una comisión anticorrupción. Y como en dicho Valle cabemos todos, se ha nombrado presidente a alguien de la facción “alpargata” (ala marxistoide, según pretensión propia). Debe ser como premio a cierto abrazo enternecedor, del que no se recordaba nada parecido desde el de Maroto y Espartero. Pero, mal empezamos.
La lista de comparecientes se ha cercenado de forma descarada, empezando por el Profeta que, a juicio de ERC, no puede ser sometido a tal humillación. Como consecuencia el flamante presidente de la comisión había amenazado con dimitir. Pero total ¿para qué tanto espaviento? La comisión nace herida de muerte. La cámara se disolverá probablemente en un plazo relativamente breve, y la que la suceda estará demasiado ocupada en la construcción de la Arcadia catalana, como para hacerse cargo de nimiedades como el saqueo del Palau.
Entre los diversos escándalos de podredumbre institucionalizada, han sido sin duda las revelaciones sobre el clan patricio, los Pujol, las que se han llevado la palma, de tal manera que el mínimo paripé exige que pasen por el confesionario. Y están convocados los primeros, aunque por las razones aducidas anteriormente, posiblemente sean también los últimos. Y es que el escándalo ha sido mayúsculo, produciendo muchas muestras de sorpresa, que a su vez han generado en mí otra sorpresa, mucho mayor.
Vamos a ver. Entiendo que el hecho puntual, por desconocido, de que el citado Jordi Pujol declarara tener una supuesta herencia oculta en Andorra, haya sorprendido a propios (su hermana) y ajenos. Ahora bien, sospecho, como muchos, que se trata de la punta de un iceberg de los de grueso calibre. Y ese iceberg, las supuestas corruptelas en que estaban implicados diversos miembros de su familia, era visible desde hacía ya cierto tiempo. Mi pregunta es: ¿tanto cambia que el susodicho ex presidente sea ahora sospechoso por acción y omisión, cuando antes solo lo era por omisión? Permítaseme una comparación (por razones profesionales, soy un forofo del método comparado). Hay una cierta unanimidad en que el franquismo fue un régimen corrupto, aunque es altamente improbable que se pueda probar que el invicto caudillo se pringara en algún momento, de forma directa, las manos. ¿Vamos pues a utilizar una distinta vara de medir para el pujolismo?
Sin meter el dedo en la llaga “Banca Catalana” (tengo esperanza de poder ver aflorar la verdad algún día, sobre todo teniendo en cuenta que el principal exculpador y cuñado, Francesc Cabana, parece que es ahora un damnificado), es evidente que el río catalán sonaba desde hace mucho tiempo a propósito de las “mordidas” del clan Pujol y de su partido. Un ejemplo: la alusión de Pasqual Maragall al 3%. Si algo se le puede reprochar, es que se quedara corto.
Hay una cierta unanimidad en que el franquismo fue un régimen corrupto, aunque es altamente improbable que se pueda probar que el invicto caudillo se pringara en algún momento, de forma directa, las manos. ¿Vamos pues a utilizar una distinta vara de medir para el pujolismo?
Otra de las lamentaciones asaz jeremíacas, que he leído hasta el hartazgo en los últimos meses, se refiere al hecho de ver en la picota a alguien que tanto se había involucrado en la gobernabilidad de España. Ante tamaña afirmación, reconozco que mi capacidad de encajar ironías queda rebasada. ¿Cuándo el Molt Honorable por antonomasia se implicó en tal cosa? A lo sumo mercadeó apoyos puntuales a cambio de réditos a mayor gloria propia y del partido. Un ejemplo. A consecuencia del pacto del Majestic le llovieron los millones a chorro. Si se hubieran invertido en obra pública, Cataluña no tendría los déficits que tiene actualmente. Pero don Jordi prefirió dedicar la “morterada” a la creación de la policía autonómica. Porque eso es lo que estaba en el marco de su proyecto, el que no le permitía involucrarse de verdad en la gobernabilidad estatal. Y ¿cuál era dicho proyecto? Pues lo estamos viendo en manos de su sucesor designado.
El proyecto pujolista para Cataluña no ha sido otro que la secesión. O, mejor, provocar el conflicto, que puede o no llevar a la independencia. La deslealtad institucional ha sido la tónica dominante en el nacionalismo catalán durante décadas. Y la familia que patrimonializaba el tinglado, no iba a la zaga. ¿O hemos olvidado que el benjamín, ahora también sospechoso de corrupción, fue “cap de colla” de ciertas pitadas que se orquestaron con motivo de los JJOO?
Viene una vez más a cuento la frase que Melquíades Álvarez le espetó en cierta ocasión a Cambó: no se puede ser a la vez Bismarck en Madrid y Bolívar en Barcelona. Pues bien, en algún momento, quizá desde el principio, Pujol decidió que no se veía en el papel de Bismarck. Tal vez porque, en un arrebato de realismo, vio claro que aproximadamente 100 años después, las circunstancias eran muy diferentes a las vividas por Cambó. Por mucho que se esfuercen en sostenerlo los nacionalistas catalanes, ni Madrid es ya una “ciudad tibetana” (Gaziel dixit) ni el estado español (en el sentido genuino del vocablo “estado”) es el anacrónico e inoperante de la Restauración.
El mito de Jordi Pujol como hombre público, preocupado por la gobernabilidad de España, corre parejo con el de su gran formación intelectual, creado a partir de unas masas nacionalistas acostumbradas a la fe del carbonero, a las que les iba soltando sus periódicas lecciones de catequesis. Un ejemplo sería la que muy probablemente fue la última (dadas las circunstancias). No hace muchos meses, en ese iconostasio nacionalista en el que se ha convertido el Born, soltó la “perla” de que su ideario nacionalista bebía a la vez de Herder y Renan. Para cualquiera que conozca mínimamente lo que ambos defendían a propósito del concepto de nación, la afirmación aparece como una solemne sandez. Y si no, que se aplique al caso de Alsacia.
Pero es cierto también que había una cierta pereza o timidez en meterle mano al asunto. Era casi una cuestión freudiana. Dejar desnudo al padre, reducirlo a la condición de un simple mortal, capaz de cometer delitos o faltas, parece que resultaba traumático para según quien, incluyendo determinados intelectuales orgánicos de la izquierda. Hace unos pocos meses, en un excelente y demoledor artículo, Santos Julià citaba una frase de Vázquez Montalbán, en el contexto del asunto de “Banca Catalana”, en la que casi, casi, se jugaba la mano derecha a favor de la honorabilidad de Pujol. Y eso por ceñirme solo al ámbito catalán, porque unas declaraciones de Felipe González sobre el mismo tema, son otra muestra de ceguera, que difícilmente se puede creer involuntaria.
No me gusta colgarles sambenitos a los ya no existentes, pero en relación a lo que acabo de comentar, me pregunto cuál sería la posición del inventor de Carvalho en la situación presente, pregunta que me hago en parte por la que ha asumido su entorno familiar más directo. Y eso viene a colación de lo anteriormente dicho: contrariamente a lo que se podía esperar del PSUC, el partido de los comunistas catalanes, determinados sectores dirigentes siempre fueron muy tolerantes con Pujol y su engranaje. ¿No comprendieron o no quisieron airear el hecho que se estaba confundiendo país y partido y, sobre todo, líder? Vamos, la típica ecuación que da inicio al totalitarismo. Sea cual sea la respuesta, la consecuencia es clarísima: los polvos del PSUC han traído los lodos de ICV y sus adláteres.
¿Y qué se nos vende ahora desde esas posiciones? De entrada un planteamiento absolutamente interclasista (perdón, el término ahora políticamente correcto es “transversal”) que, para justificarse, nos augura una Cataluña independiente paradisiaca, sin corrupción y con total justicia social. Por supuesto que ese Valle de Josafat sería consecuencia directa de la ruptura con España. Se supone que se sueña con una entidad autárquica, situada en el espacio exterior al de la globalización. La asunción es que, como consecuencia de la independencia, tendrá lugar la “revolución pendiente”. Pero no se trata de forzar el ritmo. Todo en su momento. A todo octubre le precede un febrero.
Viene una vez más a cuento la frase que Melquíades Álvarez le espetó en cierta ocasión a Cambó: no se puede ser a la vez Bismarck en Madrid y Bolívar en Barcelona. Pues bien, en algún momento, quizá desde el principio, Pujol decidió que no se veía en el papel de Bismarck
Y así estamos. A pesar de que renieguen de él unos y otros, un sector del país, del que no está ausente una supuesta izquierda, sigue encandilada con los “aspectos positivos” de la obra del padre de la patria. Me pregunto si la última actuación, el desprecio con que trató a los representantes de la ciudadanía, en su comparecencia ante el legislativo catalán (una vez más, el “ara no toca”, más despótico que nunca), les podría hacer reaccionar. Pero no. Pujol sigue ganando batallas, a pesar de estar políticamente muerto. Dicha izquierda, va en la línea de la “unión sagrada” que los sectores mayoritarios de la socialdemocracia abrazaron hace 100 años. Su participación en la declaración soberanista de 23 de enero de 2013, rezuma la misma renuncia ideológica que la aprobación de los créditos de guerra en el verano de 1914. La movilización del último 11 de setiembre, o la del 9 de noviembre, concebidas como un desafío a la legalidad democrática, habrían sido imposibles sin la complicidad de la referida supuesta izquierda y, por añadidura, de las dos centrales sindicales mayoritarias. Todo en la mejor tradición social-chovinista.
Y eso por no hablar de los “teóricos” que nos intentan convencer de que el ejercicio del derecho de autodeterminación (inalienable, por supuesto) y la posterior independencia han de ser el ariete que acabará con la Segunda Transición y, por carambola, “liberará” también lo que reste de España. Y aquí se acaba la propuesta, reducida a un “cuanto peor, mejor”. Argumentos que parecen heredados del nacionalismo serbio anterior a 1914, a propósito de la monarquía dual. Después de un saturador concierto de gaita escocesa, ahora toca vender las bondades del proceso nacional-democrático catalán, que ha surgido espontáneamente (no deben sintonizar TV3). En dichos “análisis” se acumulan todos los topicazos que la izquierda ha arrastrado durante años a propósito del “problema catalán” (así nos ha ido). La miseria intelectual subyacente se revela en toda su gravedad en textos que reflejan la urgencia de la panfletada. Construidos frecuentemente con una sintaxis deleznable, basados en una mezcolanza argumental delirante, en la que para defender el “derecho a decidir” se pasa de Las Casas y Vitoria, a Lenin y Wilson, sin olvidar a Kant y el abbé Grégoire, obedeciendo a la táctica del “todo vale”. No sé qué produce más tristeza, si la citada miseria intelectual, o su contribución a la fractura social de las clases populares que se está produciendo.
Me niego a admitir que en el seno de una gran tradición combativa (anarquista, comunista, socialista…), y en el que otrora fue un poderoso movimiento sindical, no pueda surgir una alternativa a tanto confusionismo oportunista. En cualquier caso, se trata de una tarea urgente. Estamos a un paso del sacrificio de varias generaciones de catalanes en aras de la megalomanía. Y de un dominio por la reacción que haría imposible, durante mucho tiempo, cualquier alternativa mínimamente progresista.