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Se ha repetido hasta la náusea que la cerrazón de Rajoy es la mayor fábrica de independentistas catalanes. Por el contrario, se dice con menor frecuencia que la mayor fábrica de personas reacias a la independencia está promovida y gestionada por el soberanismo. Y, sin embargo, eso es igualmente cierto. Muchos de los catalanes que aspiran a una relación más relajada, equilibrada y eficaz con España acaban distanciándose irreversiblemente de los postulados soberanistas tras oír a sus propagandistas

Se ha repetido hasta la náusea que la cerrazón de Rajoy es la mayor fábrica de independentistas catalanes. ¿Quiere eso decir que el presidente del Gobierno está a favor de la independencia? En absoluto. Quiere decir que su conducta es tan torpe que acaba generando efectos contrarios a los deseados. Por el contrario, se dice con menor frecuencia que la mayor fábrica de personas reacias a la independencia está promovida y gestionada por el soberanismo. Y, sin embargo, eso es igualmente cierto. Muchos de los catalanes que aspiran a una relación más relajada, equilibrada y eficaz con España acaban distanciándose irreversiblemente de los postulados soberanistas tras oír a sus propagandistas. La reiteración de soflamas separatistas y de gratuitas promesas de un país nuevo y mejor -¡sin cambiar de personal!- acaba generando hastío, dudas sobre ciertas convicciones democráticas y, a la postre, restando votos a la causa de la estelada.

Todos sabemos ya cómo funciona la fábrica de independentistas con sede en la pasiva Moncloa y activas subsedes en el Tribunal Constitucional y la Fiscalía General del Estado. No hace pues falta que incurramos en repeticiones, también aquí. Pero quizás no se hayan descrito con tanta asiduidad los mecanismos de la fábrica de unionistas -llamémosles así a efectos prácticos, pese a la inexactitud del término-, con sedes en la oficina del portavoz del Govern, los principales partidos o asociaciones soberanistas y las tribunas de sus fieles intelectuales orgánicos apostados en medios de comunicación públicos y privados.

Antes del 9-N, algunos no soberanistas basaban su posición en argumentos como el proceso de unión europea en el que estamos embarcados -a priori contradictorio con la idea de secesión- o en la desconfianza que generaba la mera visión y audición de algunos líderes independentistas. Tras el 9-N, y sin olvidar tales argumentos, han hallado otros en el contumaz proceder de los heraldos de la independencia. Por ejemplo, en su preocupante tendencia a presentar la consulta celebrada en esa fecha como otra prueba de la voluntad inequívoca del poble català de soltar amarras, cuando lo que indica el recuento de papeletas es que el número de partidarios de una Catalunya independiente está por ahora entre el tercio y la mitad de su población con derecho a voto. Por no hablar de la todavía más preocupante tendencia a considerar la supuesta urgencia histórica de la ruptura con España o el empecinamiento de una parte de los catalanes como motivos decisivos para proclamar ya la independencia. Y, de paso, para no ocuparse de otra cosa mientras no se corone tal cima. Si me permiten la analogía, esto equivaldría a la actitud de un médico que, ante un enfermo aquejado de varios males acuciantes, creyera que lo prioritario es cambiarle el pasaporte.

Dice el refrán: con amigos como estos, para qué quiero enemigos

(La Vanguardia, 30 de noviembre de 2014)