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Hoy parece ya que todos sabemos que éramos federalistas sin saber que lo éramos: el soberanismo rampante ha hecho advertir a quienes no lo somos (ni lo creemos ventajoso ni necesario) que el Estado construido desde 1978 y revisado en los sucesivos Estatutos debe ser preservado como valor fundador de un Estado europeo. Hay que ofrecer la recomposición de un Estado en el que todos somos fundamentalmente semejantes con acento abierto o cerrado, con propensión al mar o la montaña, con afición a los caracoles o a la perdiz escabechada, y poco más. «Después de la liturgia» (El País, 13 de septiembre de 2014)