Si esto sale mal, como creo que ocurrirá, estos que hoy callan tendrán una gravísima responsabilidad sobre sus espaldas cuando el país despierte roto, frustrado y en crisis. Y si el sueño se hiciera realidad, y llegara esa Ítaca independiente, se encontrarán en tierra extraña. Y serán ellos entonces los que -para sobrevivir- deberán reprimir por el resto de sus vidas unos ideales, un marco político y un modelo de sociedad abierta y plural por los que nunca tuvieron el coraje de luchar
Siento un enorme respeto por los independentistas de primera hora. Por los de ERC, por supuesto, pero también por aquellos mucho más radicales. Aquellos que desde que la extinción del franquismo se lo permitió, dedicaron sus mejores energías a luchar por la construcción de un Estado catalán frente a una España agresora que odiaban. Tuvieron, durante decenios, un doble enemigo: el enemigo español, un Estado al que despreciaban, encarnado especialmente en sus fuerzas armadas y cuerpos de seguridad a las que alguno -muy pocos- se planteó incluso combatir con violencia. Pero tuvieron también un enemigo implacable en el catalanismo mayoritario, el oficial, que los despreció, y los apartó tanto como pudo de los medios de comunicación públicos y privados bajo su paraguas. Sin duda, la dialéctica derecha-izquierda tuvo aquí su papel: el Estado catalán de aquellos independentistas tenía un regusto entre prosoviético y anticapitalista muy difícil de digerir. Ya no: las urnas y el ideal compartido con el Govern les han integrado en el frente común.
Siento bastante respeto por quienes durante años vivieron, dentro de CDC, de UDC, y -para mis sorpresa- también del PSC, un independentismo reprimido. Con muchos compartí acción política y parlamentaria, los conozco bien. En su mayoría iniciaron su acción política en las juventudes. Y nunca ocultaron que la independencia catalana era su ideal a largo plazo. Un ideal que desahogaban en reuniones internas, pero reprimían en el discurso público. Han sufrido durante años un desgarro interior apenas menor a quienes reprimen su identidad sexual o se ven forzados a practicar en secreto una religión prohibida. Hoy han caído las prohibiciones que les impedían ser auténticos, de hecho han llegado a tomar el control de sus partidos, aparcando, con mayor o menor respeto, y más allá de las excusas que lo han permitido, a quienes los representaron casi desde la transición. Y son felices en su nueva libertad de discurso y acción pública a favor de una nación catalana con Estado propio.
Siento un cierto respeto por los conversos. Con algunos compartí conciliábulos, reuniones y debates, en los que se tramaban estrategias para impedir que el independentismo y sus cachorros (sí, así los llamaban muchos entonces) controlara CDC (ay, si Pere Esteve levantara la cabeza…). Diputados, senadores, cuadros de la Administración catalana, líderes de opinión, que conocían muy bien la tensión interna en el catalanismo, y tenían siempre a punto los argumentos contra una ruptura con España y en favor del diálogo, los pactos y sus réditos. Hoy unos han tirado la toalla, en parte por ósmosis o contagio, y en parte ante la cerrazón del Gobierno español a toda propuesta de reforma ante problemas que son reales y exigen solución del Estado. Otros tienen la fe del converso: de repente han caído del caballo y han visto la luz; han descubierto un enemigo español en toda su miseria, en toda su maldad, y comparten el éxtasis -quizá mayoritario- de quienes creen que estamos cerca de un apocalipsis, de un cambio casi cósmico del que quieren ser partícipes: el nacimiento de un mundo nuevo, lleno de ilusión y esperanza, donde los catalanes puros serán por fin libres y hermanos, donde el paro bajará, donde todos seremos más ricos y compartiremos esos millones que nos roba Madrid, donde estaremos mejor gobernados porque somos mejores que esa banda que nos reprime desde la capital. Comprendo que esta nueva fe pueda llevar a muchos a renunciar hoy a su pecaminosa vida política anterior, que aparece ahora como cargada de mentiras y traiciones a la patria gloriosa y prístina que se avecina.
Pero debo confesar que siento un desprecio creciente por los que callan. Por los que saben, o comparten, que todo es una enorme ficción teatral llena de emociones casi futboleras y vacía de sustancia y racionalidad. Por los que acompañaron inicialmente al Molt Honorable President como quien apoya a un vecino o miembro del grupo al que se tolera aunque grite más de lo que debe porque va a conseguir cosas en beneficio de todos. O incluso quienes -soy testigo de que existen- creyeron que ese mesías en realidad hablaba en público de una cosa para conseguir otra. Por quienes en privado siguen diciendo que la independencia es una barbaridad, intuyen el daño atroz que puede hacer en términos tanto sociales como económicos, pero saben que quedarán sin empleo con sólo plantearlo como interrogante. Por quienes hace meses que saben que están en un tren que incrementa su velocidad hacia el descarrilamiento, pero tienen pavor a usar un freno de emergencia que puede dejar muchas fracturas en la frenada. Por todos esos, en alguna conselleria o Ayuntamiento, quizá en algún escaño, en algunos medios, en puestos de representación social, empresarial, profesional… por todos esos que callan, siento un cierto desprecio.
Si esto sale mal, como creo que ocurrirá, estos que hoy callan tendrán una gravísima responsabilidad sobre sus espaldas cuando el país despierte roto, frustrado y en crisis. Y si el sueño se hiciera realidad, y llegara esa Ítaca independiente, se encontrarán en tierra extraña. Y serán ellos entonces los que -para sobrevivir- deberán reprimir por el resto de sus vidas unos ideales, un marco político y un modelo de sociedad abierta y plural por los que nunca tuvieron el coraje de luchar.
(La Vanguardia 17-09-14)