Al disparate de afirmar que, como el baciyelmo cervantino, la consulta es a la vez consulta y referéndum, se suma el empecinado despropósito de convocarla a sabiendas de que el Gobierno ha de prohibir su celebración. La «desobediencia civil» que algunos propugnan hace referencia a la conducta de los ciudadanos, no a la actividad de los órganos de la Administración, que no pueden ampararse en ella para designar los miembros de los colegios electorales ni llevar a cabo las demás actuaciones que la celebración de un referéndum entraña, y menos aún para imponerla o recomendarla a los ciudadanos
Despropósitos son, dice el diccionario, hechos o dichos fuera de razón, principios o conveniencia. Juzguen ustedes si el término es aplicable a los sucesos de estos días.
El Govern de la Generalitat se mantiene firme en su empeño de convocar un referéndum al amparo de una ley que, según la opinión mayoritaria del Consell de Garanties Estatutàries, sólo puede ser considerada conforme con la Constitución si se entiende que ampara la convocatoria de consultas, pero no la de referéndums. En buena lógica, esta autorizada opinión obligaría al Govern catalán a admitir que estos dos términos designan realidades distintas y que, en consecuencia, no cabe atribuir a los resultados de la consulta los mismos efectos jurídicos y políticos que tendrían los del referéndum. Pero con ello desaparecería la razón y la conveniencia de convocarla y, por ello, contra toda lógica, el mismo Govern que dice creer que la ley es constitucional porque así lo ha dictaminado el Consell, hace tabla rasa del fundamento de su dictamen y da por supuesto que los efectos son los mismos y que lo que la ley de Consultas no Referendarias llama consultas son realmente referéndums. Un supuesto que ha de mantenerse oculto porque invalida el dictamen y lleva a concluir que la ley es inconstitucional e inconstitucional la convocatoria y que el Tribunal Constitucional incurriría en prevaricación si dijera lo contrario.
Esta es la tesis, con la que concuerdo por entero, sostenida por los cuatro miembros del Consell que han discrepado de la mayoría. La Sentencia del Tribunal Constitucional, en la que se apoyan (STC 103/2008), que es la que resolvió el recurso contra el plan Ibarretxe, afirma lo que es evidente: que referéndum hay siempre que se somete a votación del cuerpo electoral una decisión política. Quizás el tribunal podría haberlo dicho mejor, pero su doctrina es clara y acertada. Con las consultas «no referendarias» (un concepto inútil y perturbador derivado de la fórmula que, no sé por qué disparatadas razones, emplea la Constitución para consagrar como competencia exclusiva del Estado la autorización de referéndums) se ofrece a cada uno de los miembros de la sociedad civil, que no es una unidad de decisión, la oportunidad de expresar sus preferencias particulares. A través del referéndum, por el contrario, se solicita que el pueblo como unidad, como titular del poder, exprese su voluntad única, que es la apoyada por el voto de la mayoría de quienes componen el cuerpo electoral. Para decirlo con los términos clásicos: las consultas se dirigen al hombre, el referéndum al ciudadano.
De donde también cabe inferir que el referéndum consultivo es un híbrido que sólo puede darse realmente cuando el poder que lo convoca no emana del pueblo consultado, pero dejo ahora de lado esta cuestión para no perder el hilo.
En contra de lo que parecen creer los cinco miembros del Consell que han sostenido el dictamen, esta diferencia radical entre consulta y referéndum no desaparece, y ni siquiera se encubre, con la transparente argucia de dar voto en el referéndum a los menores de 18 años y a los extranjeros residentes. Ni estos añadidos ni el cambio de nombre bastan para cambiar la realidad. Y esto es sin duda lo que en el fondo de sus corazones piensan, porque de otro modo su postura sería absurda, quienes, tras haber suscrito el desventurado acuerdo que afirma la soberanía política y jurídica del pueblo de Catalunya, presentan la convocatoria de esta singular «consulta» como una exigencia de la democracia.
Al disparate de afirmar que, como el baciyelmo cervantino, la consulta es a la vez consulta y referéndum, se suma el empecinado despropósito de convocarla a sabiendas de que el Gobierno ha de prohibir su celebración. Una prohibición que surte efectos por sí misma, sin necesidad de acompañarla con intervenciones de la Guardia Civil o cosas parecidas y difícilmente imaginables. La «desobediencia civil» que algunos propugnan hace referencia a la conducta de los ciudadanos, no a la actividad de los órganos de la Administración, que no pueden ampararse en ella para designar los miembros de los colegios electorales ni llevar a cabo las demás actuaciones que la celebración de un referéndum entraña, y menos aún para imponerla o recomendarla a los ciudadanos. Los órganos de la Administración forman parte del Estado, no de la sociedad, y no será desobediencia civil, sino actuación ilegal, la decisión de sacar a la calle (o a las casas consistoriales), unas urnas en las que sólo se depositará el voto de los ciudadanos que hayan decidido ponerse la ley por montera, no el de quienes se sienten obligados a respetarla, lo que basta para privar de significado al resultado de la votación.
No faltará quien piense, sin embargo, como cabe deducir de algunos informes del Consell Assessor per a la Transició Nacional y de algunas pancartas exhibidas en Edimburgo o Glasgow, que al forzar la prohibición de la consulta-referéndum, la causa independentista habrá logrado presentar al Gobierno español ante la opinión pública internacional como un gobierno opresor de la Catalunya democrática. No es imposible que en la opinión pública de los países que importan haya sectores que lo vean así, pero tampoco es imposible que otros sectores, a mi juicio probablemente más amplios, lleguen a la conclusión opuesta.
Pero sería injusto hablar sólo de los despropósitos del Govern de la Generalitat, porque despropósito es también la reacción del Gobierno de España. La prohibición de la convocatoria la priva de efectos, pero no acabará con el fervor independentista y tal vez lo acentúe. Mala es la convocatoria, pero mala también su prohibición y un gigantesco despropósito del Gobierno español amenazar con esta como único instrumento para impedir aquella. Lo razonable es acudir a remedios que ataquen el mal en su raíz, que disminuyan el apoyo que hoy tiene el independentismo y ofrezcan al Govern catalán argumentos para modificar su postura. Antes o después habrá que hacerlo y mejor hacerlo ahora, aunque con eso se ayude a Mas a sacar las castañas del fuego, que hacerlo más tarde, forzados por las circunstancias. No debería Rajoy desaprovechar el ejemplo del glorioso despropósito del señor Cameron, cuya negativa a aceptar que, como proponían los nacionalistas escoceses, el referéndum ofreciese la posibilidad de optar entre independencia y reforma, lo convirtió en un dramático dilema que ha dividido profundamente a la sociedad escocesa y mantenido en vilo a toda Europa. Y todo para terminar utilizando la oferta de reforma como principal argumento frente al independentismo. Primero en la campaña misma del referéndum y ahora, después de haberlo ganado, para ofrecer lo que parece ser una variante de nuestro famoso café para todos. Ocasión habrá de volver sobre ello.
(La Vanguardia, 29 de septiembre)