Soy una ciudadana nacida en Catalunya, de familia –como tantísimas- catalana y castellana; ahora vivo en Madrid, pero sigo ligada a Barcelona. Para mí, sentimentalmente hablando, poner una frontera entre Barcelona y Ávila (donde nacieron mis abuelos) sería, usando el manido símil del divorcio, divorciarme de mí misma. Claro que entiendo el consuelo, la euforia, la “piel de gallina” que produce –especialmente en momentos de incertidumbre y desamparo – sentirse arropado por una nación milenaria, unánime y moralmente intachable. Pero no me lo creo. Catalunya no es ni más ni menos milenaria que España, y desde luego no es unánime ni lo ha sido nunca; tampoco es moralmente superior a nadie: allá hay un caso Gürtel, aquí un caso Palau, por poner un ejemplo. Los cantos patrióticos, los gritos rituales, las banderas, me parecen tan sospechosos con tres franjas como con cuatro barras. Creo que sirven para cerrar los ojos (o intentar que los cierren los votantes) ante las injusticias, la corrupción, la incompetencia, echándole la culpa de todo lo que sale mal al malvado enemigo. Un “razonamiento sencillo”, desde luego… ¿Qué quiero? Por lo menos, participar en la decisión sobre el futuro colectivo. Cambiar las reglas de juego que aprobamos en 1978, sí, pero consultando a todos los jugadores. Yo también quiero votar.
Pero lo que más me inquieta de la carta es la desarmante buena fe de esa pregunta final: si “los de la Vía somos la gente normal, los que están en contra, ¿quiénes son?”. Que la incapacidad de entender a quienes piensan diferente llegue al extremo de poner en duda su “normalidad”, eso es lo que a mí me pone la piel de gallina.