Todas las penas se pueden sobrellevar si relatas un cuento sobre ellas.
Isak Dinesen
Este último trimestre del 2013 está siendo especialmente duro al tacto y ácido al
gusto: la crispación política ha ido en aumento y amenaza la afabilidad y el afecto
que deberían presidir las reuniones familiares que se avecinan; los beneficios de la
incipiente recuperación económica no se han dejado sentir aún para la gran mayoría
de ciudadanos necesitados; la escena internacional más allá de Europa ofrece un
aspecto desolador con tanto fenómeno natural hostil, tanta religión intolerante y tanto
despotismo. Y por si fuera poco Messi no juega, ERC se convierte sobre el papel en
la primera fuerza política catalana, los restaurantes no pueden rellenar sus aceiteras y
nuestros adolescentes (y no tan adolescentes) han caído víctimas del guatsap y afines y
se pasan día y noche bizqueando sobre minúsculas pantallas: una adicción que con el
tiempo se mostrará mucho peor que otras más denostadas, y ciertamente más grave que
engancharse a los cigarrillos electrónicos. En fin, que no hay muchos motivos para tirar
cohetes en este tramo final del año.
Y pese a todo, de ningún modo hemos de dejar de celebrar las Navidades. Diría más,
tenemos más motivos que nunca, porque aun y estar pasando un mal trago, en el fondo,
en el fondo, tenemos mucha suerte de vivir en el país en el que vivimos, llámenle
Catalunya, España o Europa; un país que hasta hace poco ha gozado de una larga época
de vacas gordas y que, pese a la crisis, sigue ofreciendo amparo social y oportunidades;
no despreciemos la inercia de nuestro Estado del bienestar. Aunque no vuelvan -y no
deberían volver- los años de fuegos artificiales y corrupción, hemos aprendido mucho
de ellos y la lección debería sernos útil para reconducir nuestras esperanzas hacia
objetivos más modestos, más solidarios, más sostenibles, más éticos.
Al fin y al cabo, seguimos capeando el temporal con mucho más acierto, suerte o
capacidad de adaptación que venezolanos, argentinos, filipinos, libios, egipcios, sirios,
subsaharianos de procedencia múltiple y un larguísimo etcétera de ciudadanos del
mundo víctimas del despotismo, la exclusión, la intolerancia o una naturaleza que
se rebela contra tanto insulto. Los subsidios siguen dando de sí y entre todos hemos
aceptado tácitamente endeudarnos hasta las cejas para hacer visible y práctica la
fraternidad que en su día proclamó la revolución que inauguró la modernidad. Estamos
comprometidos en ello ni que sea solo para redimirnos -si es que tal redención es aún
posible- de tanta sangre de nobles, plebeyos y girondinos derramada por la insurgencia
popular y jacobina. Las organizaciones caritativas no estatales también han dado el
do de pecho para aliviar penurias y pobreza. Debemos estar orgullosos de ello y, en la
medida de nuestras posibilidades, colaborar con ellas. Estas fechas deberían hacernos
más proclives a la compasión y a la hermandad con aquellos a los que no alcanza la
justicia social ni la ley de dependencia.
Les propongo que esos días aparquen los iPhones y se miren los unos a los otros a la
cara y a los ojos; que abandonen las redes sociales virtuales y se enreden en las redes
reales de la amistad y el compañerismo, redes tangibles que no saben de pantallas
sino que se entretejen con un sincero apretón de manos, un abrazo, un cálido beso o
un café en buena compañía. Dejen ustedes de insultar a sus adversarios políticos con
comentarios maleducados en los foros virtuales o con tuiteos y correos anónimos y
barriobajeros; somos una sociedad plural y democrática con diversas concepciones
de cuál ha ser nuestro futuro. Y no es extraño que así sea, pues somos, por suerte, una
sociedad híbrida pero que en muchos aspectos ha perdido el norte; si no nos esforzamos
por recuperar un camino suficientemente ancho en el que quepamos todos, nos va a ser
difícil orientarnos correctamente. Vienen tiempos que requerirán lo mejor de nosotros
para refundar nuestra convivencia sobre bases más sólidas y más realistas de las que
podamos sentirnos orgullosos.
Celebren ustedes las fiestas aunque hayan sido víctimas de recortes injustos, despidos,
mobbing o desahucios. Siempre habrá quien les pueda echar un cabo, y la mejor manera
de agradecérselo es su sonrisa y el sonoro descorche de una botella de cava, a poder
ser catalán, o si no les da para ello, un espumoso extremeño, valenciano, castellano o
aragonés, que también merecen. Además, el tiempo hace justicia y tarde o temprano
los años ponen a cada uno en su sitio. De eso se están enterando ya -a golpes de ley o
de sandalia- las élites poco capaces que nos han conducido irresponsablemente hasta el
impasse actual y de eso deberían aprender quienes quieran ganar nuestra confianza para
representarnos en el futuro.