Conviene recordar que en democracia el derecho esencial y la función primordial
de los ciudadanos es ejercer el voto. Al final de las legislaturas cada elector tiene la
opción de premiar y validar directamente a sus representantes o castigar sus imposturas
y traiciones. Las urnas permiten que cada uno dicte sin intermediarios una sentencia
política a las personas que ostentan el poder y a la trayectoria de los partidos que los
avalan.
Muchos aspiran a una mayor participación popular a través de convocatorias de
consultas sobre temas concretos que lo merezcan, pero cierta suficiencia derivada del
despotismo ilustrado conduce a que la mayoría de nuestros gobernantes se oponga
a eso. «Deme ahora su voto y déjeme en paz hasta dentro de cuatro años» es el gran
mensaje electoral que no se dice pero se practica. Eso multiplica la trascendencia de las
elecciones, lo único que le queda a la gente en materia de participación oficial. Por eso
es tan importante que las convocatorias electorales estén bien diferenciadas y que esté
claro para qué sirve cada una de ellas. Pero toca ponernos en guardia: llega la nueva
amenaza de la devaluación específica de las elecciones europeas y de las próximas
autonómicas.
Hay partidos que aspiran a que no utilicemos estas elecciones europeas para que
demos un impulso al tipo de UE que quiere cada uno de nosotros, coincidiendo con
el momento en que van a producirse transformaciones de verdad en la manera de
concebirla y gobernarla. Proponen crear una candidatura de alianza electoral catalana
transversal (que diluya las diferencias de ideología) para que dé testimonio de nuestra
identidad en una cámara cuya principal característica (y virtud) es que los diputados no
se agrupan por países sino por afinidades ideológicas.
¿Si prospera, en qué podría traducirse eso? Primero, en una campaña electoral de tono
patriótico con escaso debate sobre los matices sociales y económicos diferentes con los
que unos y otros unitarios irán a Estrasburgo. Es previsible, sin embargo, que, después,
allí, a la hora de la verdad, estos electos voten unos contra otros, como eurodiputados
normales, en las cuestiones en las que estén en desacuerdo, pero su peso numérico
estará distorsionado respecto a la sensibilidad de los catalanes por proceder de una
candidatura transversal. En cualquier caso, aquí los habremos votado para una cosa (lo
del testimonio de la identidad catalana) y allí harán -lógicamente- otra: votar a favor o
en contra de los diferentes enfoques sobre la evolución de Europa. A eso se le puede
llamar desnaturalizar fríamente una elección. El testimonio nacional catalán debería ir a
Europa por otras vías.
Se estudia algo similar para las próximas autonómicas. Convergència anuncia la
posibilidad de convertirlas en una elección plebiscitaria sobre la soberanía. Esa puede
ser la idea, pero como el día después de las elecciones continuarán las estrecheces
económicas si no se materializa inmediatamente la improbable independencia lo que
habremos hecho en esa elección diferente habrá sido lo de siempre: dar a los vencedores
el poder de decidir durante cuatro años las prioridades de gasto, qué se recorta, qué
impuestos regirán y a quiénes se cargarán los esfuerzos colectivos que se precisen. Para
CiU hay una ventaja: con ese enfoque electoral soberanista no habrá valoración popular
de la gestión del Govern en esta legislatura. Además de desnaturalizar la elección, será
un habilidoso dribling a la obligación de responder frontalmente ante el electorado
sobre la tarea hecha, a diferencia de lo que hacen, uno tras de otro, los demás gobiernos
de los países y naciones de Europa que sufren la crisis cuando llegan las elecciones.
Creo que los catalanes tenemos derecho democrático a conocer cuál es el equilibrio
interno de posturas respecto a la reforma constitucional o la secesión, pero las reglas
de juego vigentes, votadas y aprobadas por nosotros mismos, no prevén que podamos
hacerlos convirtiendo nuestro Parlament en una cámara constituyente de ese tipo. Los
caminos legales hacia un federalismo real o hacia la independencia son difíciles pero
son otros.
Los ciudadanos tienen cotidianamente demasiados problemas para sobrevivir mientras
menguan sus derechos sociales como para votar el próximo Parlament desatendiendo
esas cuestiones y yendo a las urnas en función de otra cosa. Sobre todo si esa otra
cosa, importante y trascendente, es un proceso soberanista inmaduro sobre el que
desconocemos si tiene el apoyo ampliamente mayoritario suficiente, sobre el que
desconocemos su viabilidad jurídica práctica, y sobre el que desconocemos si puede
tener un final feliz sin salir de la UE, el euro y la ONU.
«El Periódico», 10 de diciembre.