ES FALSO que los catalanes abonen de forma mayoritaria la independencia. Prefieren la tercera vía. Ni secesión ni continuismo: una vía intermedia, de corte federal, confederal o que suponga un salto cualitativo en el sentido de profundizar la autonomía. Este es el principal resultado de la encuesta que publicamos hoy en EL PAÍS, y que exhibe una importancia política sustantiva. Porque fija los perfiles de la desconfianza tanto hacia el aventurerismo como hacia la resignación. Y porque se erige en rotunda enmienda a la conducta de los dirigentes políticos que están enfocando la cuestión catalana desde alguno de sus dos polos extremos, ajenos al terreno central donde se ubica la mayor parte de los ciudadanos.
Esos dirigentes son los protagonistas de una serie de desencuentros que no amainan. Broncas, incidentes protocolarios, linchamientos mediáticos incluso a un padre de la Constitución, divisiones en el interior de los partidos, presiones diplomáticas entrecruzadas… Los desencuentros arrecian. Y sin embargo, a veces por debajo, lateral o tímidamente, también se multiplican los indicios de que están fraguándose algunos requisitos para encauzar el litigio.
Así, si durante un año largo apenas se oían otras posiciones que no fueran las de la independencia o el statu quo, ahora otras logran romper la campana neumática de los ruidos, apostando justamente por alguna tercera vía. Si hace meses la moda mediática radicaba en sustentar los extremos, ahora las posiciones moderadas ganan espacio y seguidores. Si muchos dirigentes alardeaban de su enfrentamiento o su inflexibilidad, ahora se reúnen o al menos ansían reunirse con mayor frecuencia. Si el debate de frontón arrinconaba en la sociedad a los que se ubican en medio, hoy alcanzan mayor eco otras voces, del empresariado, de la intelectualidad.
No hay que echar las campanas al vuelo, porque es un fenómeno incipiente. Y porque la dinámica del debate sigue encabezada por las posiciones, más contundentes, que la excluyen. En este escenario cobra importancia la apuesta del Gobierno por “abrir marcos de diálogo”, según expresión de su vicepresidenta. Hay que descontar el lógico efecto según el cual todo contendiente tiende a presentarse como dialogante. Hasta el presidente de la Generalitat, que se permite marginalizar a los moderados de su federación, reclama para sí, en coordinación con el secesionismo más radical, la condición del moderantismo.
Pero las promesas de diálogo albergan también un efecto de autoconvocatoria: todos quieren ahora sumarse. El problema estriba en establecer el modo en que la conversación se convierta en diálogo estructurado y sustancial, prólogo de una negociación con resultados. Para lograrlo, convendría poner en suspenso las posiciones que en mayor medida lo impiden: una interpretación restrictiva de la Constitución y la formulación unilateral de los detalles de una consulta popular por quienes aseguran que lo quieren pactar todo, pero no están dispuestos a ceder nada.
«El País», 3 de noviembre.