Vivimos hoy en Catalunya a propósito de la celebración o no de la consulta el próximo 9-N, en que se entremezclan declaraciones, desmentidos, desplantes, evasivas, elusiones, medias palabras, adornos y silencios. Mas debería ofrecer ya a los ciudadanos la única salida que queda: unas elecciones anticipadas
Tenía redactado un artículo para hoy, bajo el título «Un conservador sin proyecto», en el que crítico al presidente Rajoy por su exclusiva polarización en la política económica, por la ausencia de una respuesta adecuada al grave problema político que hoy está planteado en Catalunya, y por su ostensible dependencia de los vaticinios electoralistas de su particular arúspice. Pero no me ha parecido justo polarizar la crítica en el presidente del Gobierno, habida cuenta del espectáculo -sí, espectáculo- que vivimos hoy en Catalunya a propósito de la celebración o no de la consulta el próximo 9-N, en que se entremezclan declaraciones, desmentidos, desplantes, evasivas, elusiones, medias palabras, adornos y silencios.
Ahora bien, antes de exponerles ras i curt lo que pienso sobre el tema -que no es bueno- deseo dejar clara mi posición en dos puntos:
1. Defiendo -desde el 2005- el derecho de autodeterminación de Catalunya, por cuanto considero que de las cuatro posibilidades teóricas en que se puede articular jurídicamente el Estado español, dos de ellas -el Estado unitario uniforme y centralista, y el Estado confederal- son imposibles, por lo que sólo nos queda una doble opción: a) Un Estado federal simétrico por lo que se refiere a la relación entre los estados federados y el Gobierno central, y asimétrico por lo que hace a las competencias de cada uno de aquellos. b) Un Estado independiente, previo el ejercicio del derecho de autodeterminación por parte de los ciudadanos catalanes, una vez conocida la oferta federal y debatidos a fondo los pros y contras de la independencia.
2. El Estado español es hoy un Estado democrático de derecho sancionado por la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Se configura jurídicamente como un sistema cuyas normas no pueden ser infringidas, lo que no quiere decir que no deban ser interpretadas con aquella flexibilidad que impone la búsqueda de la justicia del caso concreto en aras de la equidad y del principio democrático. En consecuencia, es cierto que el Gobierno central no debería haberse enrocado en un legalismo que eleva la ley a la categoría de dogma; pero tampoco debería permitirse el Govern catalán ninguna licencia en el cumplimiento de la ley, jugando con las palabras (derecho a decidir en lugar de derecho de autodeterminación, consulta en vez de referéndum, etcétera), y manteniendo la convocatoria de la consulta del 9-N, cuando es evidente que esta consulta no debe celebrarse por la oposición formalmente judicializada del Gobierno español.
Así las cosas, mi pregunta es la siguiente: ¿Procede mantener la apariencia de que la votación se llevará a cabo, pese a saber todos los políticos catalanes -digo todos, aunque algunos o muchos de ellos se nieguen a admitirlo- que será imposible? Imposible porque, además de ilegal, carecería de los mínimos requisitos exigibles para su reconocimiento internacional; e imposible porque, de celebrase, sería en condiciones tales de precariedad que la desmerecerían a los ojos de los propios ciudadanos.
¿Qué hacer entonces? Lo que dicta la lógica más elemental: el president Mas debería decírselo ya sin ambages a los ciudadanos y, al tiempo, tendría que ofrecer la única salida que queda y que son unas elecciones anticipadas convocadas, si se quiere, con el carácter expresado en la palabra plebiscitarias. Que haya o no candidatura única es una cuestión de táctica política sobre la que nada tengo que decir. Y que se presente o no Mas es un tema que sólo a él atañe.
Se objetará que, al proceder así, se reconoce el fracaso. Nada más lejos de la realidad. El fracaso se consuma cuando se enmascara la realidad; pero no cuando, tras un envite perdido, se consuma un repliegue a la espera de otra ocasión mejor, ya que -si el resultado de las elecciones plebiscitarias les es tan favorable como los independentistas esperan- se abrirán varias opciones, entre ellas la de un pacto satisfactorio. Y, mientras, es preciso no perder de vista que España toda -y Catalunya en concreto- se hallan en el ámbito del primer mundo y forman parte de uno de sus núcleos -la UE-, razón por la que, cualquiera que sean sus diferencias, no pueden permitirse ni romper la legalidad ni usar cualquier forma de violencia. El primero que rompa la legalidad o use la fuerza habrá perdido la partida.
No he escrito este artículo para posar bastons a les rodes de nadie. Lo que sucede es que siempre me he tomado en serio a Catalunya y siempre la he respetado, por lo que a veces me parece que es ella -por las palabras y la acción de algunos de sus representantes- la que no se respeta a sí misma. Porque faltarse al respeto es eludir la realidad amparándose en juegos de palabras -parole, parole, parole-, desconocer los hechos refugiándose en su apariencia, y dilatar sin motivo una esperanza que devino irrealizable o que quizá nació muerta. Es urgente recuperar la verdad, la verdad necesaria.
La Vanguardia, 11 de octubre de 2014