EditorialOpinión

6-7 de septiembre de 2017

Un balance necesario

Cinco años se antoja una cifra redonda. En cualquier caso, supone un período lo bastante largo como para poner en perspectiva los hechos de aquel verano-otoño de 2017, punto álgido de la crisis soberanista. Hay fechas indeleblemente grabadas en la memoria colectiva. Como el 17 de agosto, marcado por los atentados yihadistas en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils.
.El independentismo se encontraba entonces en tal punto de ebullición que, ni siquiera ante semejante tragedia, fue capaz de optar por la unidad civil de una sociedad conmocionada. El triste espectáculo ofrecido por la expresidenta
Laura Borràs en el acto conmemorativo de este año parece el eco menguante de aquel requisitorio contra España en que la ANC convirtió la manifestación de apoyo a las víctimas del terrorismo del día 26, en el Paseo de Gracia. A pesar de ser desmentido y desmontado por todas las investigaciones, el bulo sobre la conspiración del CNI reaparece de modo intermitente, puntuando los latidos agónicos del “procés”

¿Qué queda de toda aquella agitación? Un pósito de amargura, una sensación de fracaso… Pero también una gran dificultad para pasar página. Los partidos independentistas son conscientes de que la vía unilateral es impracticable. Sin embargo, volver a una senda pragmática no les resulta nada fácil tras aquella fuga hacia adelante. La tentación de refugiarse en la nostalgia se hará sentir de nuevo, ante las divisiones e insomnes peleas que consumen las energías de las fuerzas soberanistas. Se rememorará la épica del 1-O. La violenta intervención policial en los colegios electorales, tardía reacción del gobierno de Rajoy ante una crisis que había dejado pudrir, carga de emoción el recuerdo del referéndum. Un aura sentimental que enmascara el carácter profundamente divisorio para la sociedad catalana que supuso la convocatoria, carente de cualquier garantía democrática. Tal vez se quiera evocar también la fallida DUI del 27-O, acto de inmolación de una mayoría parlamentaria que se vio arrastrada por la lógica de su propio engaño. Pero es muy dudoso que, desde las filas independentistas, se quieran recordar las aciagas sesiones parlamentarias de los días 6 y 7 de septiembre, cuando dicha mayoría aprobó la ley de Referéndum y la ley Fundacional de la República, una suerte de proto-constitución de la futura Catalunya independiente. Sin embargo, esas jornadas condensan todos los problemas habidos… y los que aún siguen pendientes de resolver. 

Actuando como si una mayoría lo pudiese todo, el bloque independentista atropelló los derechos de la oposición y abolió de un plumazo el ordenamiento jurídico existente, la Constitución y el Estatut, sin tener amparo legal ni legitimidad para hacer tal cosa. A través de sus “leyes de desconexión” desveló un proyecto de país alejado de los cánones de las democracias liberales: un Estado de rasgos populistas y autoritarios, con un poder judicial sometido a un ejecutivo presidencialista. Y no, no se trataba de una redacción desafortunada, fruto de la premura. Una República erguida sobre la ensoñación compartida por apenas la mitad de la población catalana – en contra de la otra mitad, apegada a España –, de haber visto la luz, estaba llamada a comprimir tremendas contradicciones internas. A su vez, un Estado surgido de una secesión territorial en un país miembro de la UE, sería desde su primer día una entidad en quiebra, abocada a utilizar una moneda devaluada, mientras su deuda permanecería monetizada en euros. Semejante República sólo podría cifrar su supervivencia en convertirse en un paraíso fiscal o en devenir la marioneta de alguna potencia hostil a la construcción europea. Pero jamás sería un Estado social y de derecho. 

Es comprensible que este debate incomode al independentismo, hoy carente de perspectiva. Pero es una reflexión que la izquierda federalista necesita plantear. No con ánimo de revancha sobre nadie, sino porque es necesario soltar lastre y asentar sólidamente la opción del diálogo, ahora que España cuenta con un gobierno progresista. Se avecinan tiempos de enormes dificultades, económicas, sociales y medioambientales. La UE será duramente puesta a prueba. Y, sus adversarios, como hace Putin en estos momentos injiriéndose en las elecciones italianas, no dejarán de alentar por doquier el populismo, la insolidaridad y el repliegue de las naciones sobre si mismas. El federalismo afirma, por el contrario, que urge promover la cooperación leal y la fraternidad, dar acomodo a la diversidad de culturas e identidades nacionales en el marco de grandes proyectos compartidos. Sólo así saldremos adelante. El balance de los días 6 y el 7 de septiembre debería ayudarnos a conseguirlo.