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El gran peligro -precisamente porque constituye su principal atractivo- de la apelación al mal estructural es que termina por convertirnos a todos en víctimas, por garantizarnos una coartada exculpatoria a cualquier cosa que hagamos. No se trata, repárese en el matiz, de que de esta manera quede negada nuestra libertad, sino de que, cuando ella da lugar a efectos de los que haya que responder, nos blinda de la obligación de tener que hacerlo.