La obsesión europea con los agravios históricos impide reformas que beneficien a todo el continente. La solución es una Cataluña autónoma dentro de una España federal The Guardian, 8 de octubre de 2017. Traducción de Aida López
Nos recreamos demasiado en los recuerdos. Ya sea Cataluña o Escocia, Serbia o Sajonia –por no mencionar a los defensores del Brexit que invocan la memoria de Trafalgar, Azincourt e Isabel I de Inglaterra-, Europa se sumerge más y más en una orgía de recuerdos considerados imperdonables.
Una maldición colectiva se ha adueñado de nuestro continente, donde los triunfos pasados se contrastan con los agravios actuales. Sólo la independencia, retomando el control y vengando una ininterrumpida injusticia puede restaurar la justicia, la prosperidad y la gloria perdida, incluso si en Cataluña estallase una guerra civil, como advierte el comisario de la UE, Günther Oettinger. No es que el resto del mundo sea inmune a este contagio: presenciamos las pasiones sobre la bandera confederada en Charlottesville, los políticos japoneses haciendo genuflexiones en su santuario de guerra o los yihadistas vengando las Cruzadas. Europa, sin embargo, con tantas tribus vanagloriándose de tanta historia en tantos países, es la capital mundial de la memoria, donde demasiados estados son tan vulnerables a las agonías de la secesión y la fragmentación.
La última manifestación del fenómeno ha tenido lugar en Cataluña. Se trata de una de las regiones más prósperas de Europa, orgullosa de contar con una de las ciudades más dinámicas, Barcelona, y que está invocando recuerdos tribales de un pasado glorioso para insistir en la independencia del yugo castellano. Para los nacionalistas catalanes, España nunca cambiará: sigue siendo el estado autocrático y opresivo que siempre ha sido, con el falangismo de Franco asomando por debajo de la superficie. Cataluña debe restaurar sus antiguas glorias y recuperar el control de su destino y, faltaría más, de sus impuestos. Esta semana, el presidente catalán, Carles Puigdemont, se dirigirá al Parlament de Catalunya, tras el controvertido referéndum de independencia, que obtuvo un 90% de voto a favor del sí. No obstante, fue un referéndum ganado por menos de la mitad del electorado, tras el intento legítimo, si bien rudo, del gobierno español de reprimirlo aquel mismo día.
Las balas de goma nunca son una buena idea. Sin embargo, el tribunal constitucional de España declaró inconstitucional el referéndum y ahora ha determinado que la sesión propuesta del parlamento catalán para emprender nuevas actuaciones, avaladas por el resultado del referéndum, debe ser suspendida por ser ilegal, ya que está fuera del acuerdo español de 1978 que establece los términos según los cuales los parlamentos de sus regiones pueden reunirse. Es correcto. Por lo tanto, la sesión parlamentaria de esta semana será un encuentro insurgente si Puigdemont sigue adelante. Fuentes próximas creen que declarará la independencia. No habrá ningún reconocimiento por parte de ningún miembro de la UE; ningún reconocimiento legal de tribunales españoles o europeos; ninguna pertenencia a ningún grupo internacional intergubernamental. Ni siquiera habrá acuerdo sobre qué moneda puede usar.
El gobierno catalán sabe todo esto, e incluso induce los arrestos que se sucederán y la imposición de un gobierno directo por parte de Madrid. Pero hay una facción poderosa que quiere poner en marcha una dinámica que conduzca a una independencia real, sea cual sea el coste económico y social. Ya media docena de empresas se han ido de Cataluña, y el Gobierno español les ha proporcionado ayuda. Esta goteo de empresas se va a convertir en una estampida. Es es una calamidad que no para de crecer.
La mejor justificación de lo que está sucediendo es que estos recuerdos, diagnosticados con inflamación aguda, se asemejan a la espuma secretada por la herida de un anhelo más profundo y natural de toda minoría subnacional, culturalmente unida, de disfrutar de autodeterminación cívica. La peor interpretación es ver a Cataluña como la expresión de un llamamiento populista y destructivo a los peores instintos de sus ciudadanos, un odio al otro, impulsado por falsas quejas y esperanzas imposibles, mientras esconde esos instintos poco apetitosos con el lenguaje del autogobierno y la democracia.
La verdad mucho más compleja es que, si bien existe un justificado apetito de un mayor autogobierno, debemos adoptar un prisma más transparente acerca de este fenómeno consistente en recordar antiguas injusticias como fuente de pasión. No conduce a nada más que a la enemistad y a una inflamación de las diferencias inexistentes: los catalanes y los castellanos son ambos herederos de las tradiciones de la Ilustración europea y, sobre todo, respetuosos con el estado de derecho. Ahora hay tensiones que pueden convertir esto en conflicto.
Como el escritor estadounidense David Rieff argumenta en su sutil e importante libro Elogio del olvido, estamos viviendo una era del culto a la memoria, que es fenomenalmente destructivo. Sí, es necesario recordar, pero al igual que se vuelve psicótico para los individuos vivir en el pasado, queriendo vengar las injusticias de la infancia, así la obsesión con la memoria es psicótica para las comunidades. Seamos conscientes de lo que está sucediendo, escribe Rieff, cuando el Frente Nacional francés celebra a Juana de Arco, el SNP (Partido Nacional Escocés) a William Wallace o, como pasó ayer, cuando decenas de miles de católicos polacos oraron por Europa con motivo del aniversario de la batalla de Lepanto, una expulsión de musulmanes llevada a cabo por los cristianos.
La historia está siendo manipulada para servir a una agenda política que aspira a un replegamiento en sí mismos y a una justificación de una superioridad basada en la etnicidad, el peor ejemplo de la cual fueron las atrocidades cometidas en Bosnia. Respetemos el pasado, argumenta Rieff, pero desconfiemos de su deificación con fines partidistas. Debemos perdonar y olvidar más y, en una era de globalización, tratar de crear estructuras de gobierno más aptas para sostener sociedades justas.
España está tambaleándose al borde del precipicio. Una declaración de independencia catalana seguida de un gobierno directo desde Madrid sería el desencadenante de un caos cívico y de una colosal dislocación económica. Hay algunos signos optimistas. Durante el fin de semana, ha habido disculpas de ambos lados por la violencia: Madrid sugiere elecciones – y quizás Puigdemont se echará atrás. Sin embargo, la atmósfera está sofocantemente cargada con una excesiva apelación a la memoria.
La respuesta correcta, como defiende el Partido Socialista de Cataluña, es que España se reinvente como un Estado republicano y federal en lugar de intentar mantenerse como un Estado unitario legitimado monárquicamente. La única manera de evitar el desastre y dar a los partidos de la corriente dominante en Cataluña la munición política para discutir contra la secesión, que ni ellos ni la mayoría de los catalanes quieren, es ofrecer la perspectiva de una Cataluña autónoma dentro de una España federal. Es a través de la creatividad política que el mito histórico puede ser relegado a donde pertenece, junto con un activismo mucho más decidido e imaginativo para abordar las desigualdades y el abandono.
Esto es también aplicable a Gran Bretaña. Si se quiere detener el desastre del Brexit, y restaurar a su debido lugar un pasado excesivamente recordado y deificado, necesitamos creatividad paralela: un acuerdo constitucional con Europa y, en Gran Bretaña, un verdadero asalto a la injusticias que alimentaban lo que en el fondo era un voto de protesta contra un statu quo que muchos consideraban intolerable. Este excesivo empeño en recrearse en los recuerdos se ha vuelto tóxico. Es hora de olvidar y seguir adelante.
Endlessly refighting old wars does nothing to heal a fractured present, The Guardian, domingo 8 de octubre de 2017
Traducido por Aida Lopez